La noche caía sobre el barrio con su manto de neón y sombras alargadas. Alejandro, de apenas diecisiete años, miraba con recelo a través de la rendija de su escondite.
Había construido ese cuartito con tablas viejas y una lona, oculto en el diminuto patio trasero de la casa. Inspirado en El diario de Ana Frank, sabía que el silencio y la invisibilidad eran su mejor escudo contra los hombres que recorrían las calles en busca de nuevos reclutas.
La delincuencia organizada no perdonaba a nadie. De cuando en cuando, las camionetas llegaban, los motores rugiendo como bestias hambrientas. Se llevaban a los jóvenes sin aviso, sin opción de regreso. Algunos regresaban, otros no. Alejandro sabía de amigos suyos que habían sido secuestrados y jamás volvieron al barrio.
Conocía el dolor de aquellos padres que, con el alma destrozada, tuvieron que enfrentar la pesadilla de buscar a sus hijos en fosas clandestinas. Algunos encontraron lo que quedaba de ellos; otros siguieron esperando respuestas que nunca llegarían. Y él, cada vez que salía del taller o de la escuela, sentía el miedo de que ese día pudiera ser el último en casa.
Soñaba con un futuro distinto, con una vida lejos de aquellas calles donde sus hermanos menores ya comenzaban a imitar a los pandilleros. Trabajaba en un taller mecánico durante el día y, por las noches, encerrado en su diminuto refugio, devoraba libros y repasaba sus apuntes.
Soñaba con ser ingeniero. La escuela era su único camino, pero su asistencia era intermitente; no siempre podía arriesgarse a salir. Su maestro, el profesor Muñoz, notó su interés y decidió ayudarlo. Le conseguía copias de exámenes, le enviaba tareas con sus compañeros y, lo más importante, le impulsó a postularse a la universidad.
La noticia llegó un atardecer entre el ruido de disparos lejanos: en un cibercafé que estaba cerca del taller, revisó en el portal de la universidad: ¡había sido aceptado! Se sintió embargado por una mezcla de alegría y miedo. Sus padres, con lágrimas en los ojos, lo abrazaron, pero sabían que la universidad no lo protegería de la violencia. Había ganado una batalla, pero la guerra por su futuro seguíria librándose cada día.
Con los meses, la situación en el barrio empeoró. La decisión fue dolorosa, pero inevitable: sus hermanos menores fueron enviados a vivir con unos tíos en un pequeño pueblo del norte.
Alejandro, mientras tanto, trabajaba de día, estudiaba de noche y se escondía cuando las sombras amenazaban.
Sin embargo, su situación se volvió aún más peligrosa cuando empezó a notar que lo estaban buscando. Un vecino le advirtió que habían preguntado por él.
Sin dudarlo, huyó durante varios días a una comunidad lejana. Se refugió con conocidos, regresando solo cuando creyó que el peligro inmediato había pasado. Pero la amenaza seguía latente y tuvo que repetir la huida en más de una ocasión.
Años después, el día esperado llegó. La ceremonia de graduación estaba llena de rostros emocionados, pero Alejandro se sentía distinto. Había sobrevivido. Había logrado lo imposible. Cuando lo llamaron al estrado para recibir su diploma con la distinción académica de «summa cum laude», el auditorio estalló en aplausos. Sus padres, desde la primera fila, lloraban. Pero lo más inesperado ocurrió cuando, al bajar del escenario, un hombre de traje impecable se le acercó.
—Hola Alejandro, soy Ramón Ávila, director de talento de una de las empresas más importantes del país. Sabíamos que eras uno de los alumnos más brillantes y vengo a invitarte para que trabajes con nosotros.
Alejandro quedó sin palabras. No había enviado ninguna solicitud, no había esperado nada de eso. Miró a sus padres, incrédulo, con un nudo en la garganta.
—¡Valió la pena! —exclamó, abrazándolos con fuerza.
Los años de miedo, de sacrificios, de esconderse, de huir y de soñar en silencio, habían
valido la pena. Su historia no terminaba allí. Apenas comenzaba y él la estaba escribiendo.