Después de la Revolución Mexicana, en un poblado del Bolsón de Mapimí, vivía un hombre al que llamaban «Indio Grande». Descendía de los indios tobosos, un pueblo guerrero sin religión, pero lleno de supersticiones. Su vida giraba en torno a su hijo, Rayito de Sol, un niño de cinco años que se convirtió en su única razón de vivir tras la muerte de su esposa en el parto.
Cada octubre, padre e hijo iban a un callejón donde las ramas de los nogales sobresalían por encima de una barda de adobe. A Rayito de Sol le encantaban las nueces y siempre le pedía a su padre que le ayudara a conseguir algunas.
—Padre, ¿me das unas?
Indio Grande asintió, tomó una vara larga y golpeó las ramas hasta que las nueces cayeron al suelo.
—Ven, Rayito de Sol, ayúdame a recogerlas —dijo el indio, llamando a su hijo.
El niño no respondió.
Indio Grande levantó la vista, buscándolo con la mirada. No estaba.
Sintiendo un vuelco en el pecho, lo llamó con voz fuerte y recorrió el callejón sólo el sonido de sus pasos retumbaba en el silencio. Al final del pasillo de adobe, una acequia de aguas termales corría entre los matorrales. Corrió hacia ella con el corazón en un puño.
Allí, en la orilla, estaban los pequeños huaraches de Rayito de Sol.
Un grito se escapó de su garganta, estremeciendo el aire.
Desesperado, recorrió la acequia por kilómetros, llamando al niño con la esperanza de que respondiera. La noche cayó y la luna llena iluminó su figura recortada contra la tierra seca. Al amanecer, los vecinos, que supieron de la tragedia, se unieron a la búsqueda, pero con el paso de los días, la esperanza se desvaneció. Uno a uno, los pobladores abandonaron la búsqueda. Solo Indio Grande permanecía.
No comía, apenas dormía. Se sentaba sobre una gran piedra en el callejón, con la mirada perdida y los ojos enrojecidos por su pesar. Con el tiempo, su cuerpo se debilitó y, finalmente, una mañana, lo encontraron sin vida en el mismo lugar donde vio a su hijo por última vez.
—Murió de tristeza —dijeron los vecinos.
A pesar de que sabían que Indio Grande no tenía religión, le pusieron una cruz en el sitio donde fue enterrado. “Para que descanse en paz”, decían. Pero la paz nunca llegó.
Poco después, la gente empezó a murmurar que, en las noches de luna llena, la sombra de un hombre alto deambulaba por el callejón. Algunos juraban haber escuchado su voz llamando a Rayito de Sol. El miedo creció tanto que pocos se atreverían a pasar por ahí después del anochecer.
El presidente municipal ordenó una investigación para esclarecer los rumores y acallarlos. Descubrieron que la luz de la luna proyectaba la sombra de las ramas del nogal sobre la pared de adobe, formando la silueta de un hombre, y que el recorrido de la luna daba la impresión de que se movía. A pesar de la explicación, el callejón quedó en el abandono.
Pasaron los años.
Don Julio, el tendero del pueblo, tenía su tienda frente al callejón. Una tarde, vio a un joven indio acercarse al lugar con unas flores en la mano. Lo observó mientras el muchacho recorría el callejón en silencio. Al llegar a un pequeño montículo de tierra con una cruz desgastada, se arrodilló, recogió algunas piedras y las acomodó alrededor de la tumba. Luego tomó la cruz, la limpió y la volvió a colocar en su lugar.
Don Julio no perdía detalle de lo que hacía el muchacho. En ese momento, un hombre entró en la tienda y pidió una limonada. Don Julio sirvió la bebida sin apartar la vista del joven. Algo en sus gestos le resultaba inquietantemente familiar.
Justo entonces, doña Marinita, una anciana que frisaba los noventa años, pasó frente al callejón. Dos hombres que la acechaban sin previo aviso, la empujaron y le arrebataron su bolsa, provocando la caída de doña Marinita.
El joven reaccionó de inmediato. Corrió tras los ladrones y les dio alcance. Los hombres prefirieron huir, dejando el bolso tirado, a enfrentarlo.
Mientras tanto, Don Julio y el hombre de la limonada se acercaron a la anciana.
—Se torció el tobillo —dijo el tendero.
El joven llegó con la bolsa y se arrodilló junto a ella.
—¿Dónde vive, señora?
—A dos cuadras… en el 217 —respondió la anciana.
—La voy a llevar.
Sin esfuerzo, la cargó en brazos y comenzó a caminar calle arriba.
Don Julio lo siguió con la mirada, conmovido.
—Buen muchacho… —murmuró.
El hombre que había pedido la limonada, con voz profunda y serena, dijo:
—Es mi hijo.
El tendero se sorprendió por la respuesta y se giró lentamente para ver al hombre.
Pero ya no estaba.
Sintiendo un escalofrío, en ese instante se oyó un estruendo. Miró hacia el callejón. Las ramas del viejo nogal, aquellas que tantas noches habían proyectado la sombra del «Indio Triste», estaban secas y caían del árbol. Nunca más volverían a moverse con el viento. Tampoco se volvió a ver la sombra del Indio Triste deambulando por el callejón.