5 diciembre, 2025

5 diciembre, 2025

El silencio que mata mujeres

EN PÚBLICO/NORA M. GARCÍA

El feminicidio de Emma Nereyda Rivera Martínez, servidora pública de 38 años, residente de Ciudad Victoria, es una herida abierta que nos obliga a hablar del patrón sistemático de violencia que enfrentamos las mujeres en México. No fue un hecho aislado ni fortuito, fue y es el desenlace de una cadena de negligencias, abusos y silencios institucionales.

Emma desapareció el 15 de julio de 2025 al salir rumbo al trabajo. Nunca regresó y aunque su familia reportó la desaparición de inmediato, las autoridades no activaron los protocolos de búsqueda. No hubo urgencia, ni perspectiva de género, ni empatía y como ocurre con demasiada frecuencia, se asumió que “ya volvería”.

Los primeros indicios apuntaron a su abogado y pareja sentimental, J. Hidalgo “L.”, quien negó cualquier vínculo reciente pero hay el registro de cámaras de seguridad que lo captaron con Emma la misma noche en que desapareció.

Días después fue detenido, no por una acción directa del sistema de justicia, sino por intentar sobornar a policías. Hoy enfrenta cargos por desaparición forzada.

El 1 de agosto, una fosa clandestina fue localizada en las afueras de la ciudad y en su interior, restos humanos con señales de violencia.

Todo apunta a que se trata de Emma y aún sin producirse la confirmación oficial se repiten patrones que aplican en historias tristemente repetidas: mujer desaparecida, violencia previa ignorada, feminicidio anunciado.

Habrá que leer con profundidad este caso: Emma no solo fue asesinada, fue silenciada, minimizada y revictimizada y el agresor no era un extraño: era su pareja y su abogado en un proceso de divorcio, tenía control legal, emocional y simbólico, dinámicas de poder que no son excepcionales y la omisión o dilación de las autoridad al no actuar, las refuerza.

El Protocolo Alba no se activó con prontitud, ni hubo medidas preventivas, no hubo perspectiva de género, Emma fue invisibilizada hasta que su ausencia se volvió irrefutable y aún después de su muerte, la revictimización continuó: comunicados fríos que hablan de “un cuerpo”, sin rostro, sin historia. Pero Emma era madre, servidora pública, mujer con sueños y proyectos, su nombre no puede sumarse a la estadística sin resistencia. La omisión también es violencia porque cuando las instituciones no hacen lo que deberían, se vuelven cómplices.

El feminicidio no ocurre de la nada. Es el punto más extremo de una larga cadena de discriminación, desigualdad, abuso de poder y negligencia. Lo han dicho por décadas las defensoras, las colectivas, las madres que buscan a sus hijas: la violencia feminicida es estructural.

Y mientras no se rompa ese tejido, los nombres seguirán acumulándose. Por eso, el reclamo no es solo castigo penal, es también justicia simbólica, institucional y colectiva.

Es exigir protocolos con enfoque de género real, no solo en el papel y reformar las prácticas judiciales y policiales que normalizan la violencia. Es dejar de llamar “crímenes pasionales” a los actos de poder, control y odio. Emma merece justicia, también merece memoria. Su nombre debe resonar en los medios, en los espacios públicos, en las conversaciones familiares, en las aulas. Nombrar a las víctimas es parte de la lucha y mientras sigamos nombrándolas, no nos podrán callar.

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