5 diciembre, 2025

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La obscenidad del poder

Retórica/Mario Flores Pedraza

Mientras un niño revuelve basura en busca de comida, un funcionario celebra su cumpleaños con fuegos artificiales, mariachis importados y whisky de 500 dólares la botella. ¿Es esta la justicia de la democracia? ¿O más bien su burla cínica? Lo que alguna vez fue el arte de administrar el bien común se ha transformado en la perversa gestión del privilegio. Gobernar ya no es servicio: es premio. Es botín. Es banquete sobre ruinas.

Los líderes del siglo XXI (si acaso merecen tal título) no se distinguen por su virtud ni por su sabiduría, sino por la opulencia con la que disimulan su mediocridad. Usan relojes que valen lo mismo que el salario sexenal de un maestro, viajan en jets privados mientras cierran hospitales, y viven en residencias palaciegas mientras el pueblo sobrevive en viviendas de lámina. El contraste no es solo moral: es estructural. Es la obscenidad institucionalizada de un sistema que ha convertido la política en negocio y el poder en franquicia.

Maquiavelo habría aplaudido su astucia. Marx los habría denunciado como administradores del capital. Pero el pueblo, hoy, los aplaude. O los ignora. O los vota. Porque en esta democracia de supermercado, el elector no elige al más justo, sino al más visible. Y la visibilidad se compra con espectáculo, no con virtud.

Pero no nos engañemos: esta escenografía del lujo tiene una función precisa. No es vanidad desbordada —aunque también lo sea—, sino mensaje. El lujo de los gobernantes es el símbolo de su impunidad. Es la confirmación de que el poder ya no responde ante el pueblo, sino ante sus propios caprichos. Es la pedagogía del cinismo: enseñar a las nuevas generaciones que gobernar no es servir, sino acumular; que la política no es arte, sino trampa.

Frente a esto, el silencio de los gobernados no es inocencia, es complicidad estructural. Porque toleramos ese lujo con resignación, como si fuese parte inevitable del guion. Porque hemos aceptado la desigualdad como paisaje, el abuso como rutina, y la corrupción como folclore. Vivimos en una república donde el banquete de los pocos se sirve con el hambre de los muchos. Y aún así, aplaudimos.

La solución no es moralizar al tirano, ni pedirle moderación al ladrón. Es cambiar la estructura que hace posible su festín. Es repensar la política no como carrera de enriquecimiento, sino como encarnación del bien común. Como servicio. Como renuncia.
Hasta que eso ocurra, el lujo de los gobernantes no será solo escandaloso. Será criminal. Y el silencio del pueblo, su cómplice.

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