Un llamado a la conciencia, no de política
»Una bomba lanzada desde un dron estalló de lleno en la entrada de urgencias del hospital. Pedazos volaron como misiles. Me lanzó contra una pared. Ahí la vi: una joven mujer, ensangrentada… ¡estaba dando a luz! Busqué en mi mochila una botella con agua y me arrastré hacia ella. Era inútil: había fallecido. En ese momento otro misil estalló en el hospital y ya no supe de mí.»
El testimonio anónimo de un periodista ucraniano nos muestra la crudeza de una guerra que no se cuenta en estrategias diplomáticas ni en mapas de ocupación, sino en vidas truncadas. Para esa joven mujer y su hijo, como para miles de personas, la guerra significó la muerte.
Spinoza veía en la guerra el fracaso de la razón. En su visión, el fin del Estado debía ser la vida, la libertad y la seguridad de sus ciudadanos. Cuando los gobernantes se dejan arrastrar por las pasiones —miedo, odio, ambición desmedida— arrastran consigo a los pueblos hacia la violencia y la miseria. Para él, la paz no era simplemente la ausencia de guerra, sino la construcción de un orden donde la razón guíe la convivencia. Maquiavelo, en cambio, observaba la política con un realismo crudo.
El príncipe, decía, debe pensar siempre en la guerra, pues de ella depende la conservación de su poder. Para él, los conflictos eran inevitables y debían librarse con frialdad, calculando territorios ganados y súbditos obedientes. No es casual que hoy los gobiernos midan el desarrollo de las guerras con cifras de muertos, heridos y ocupación de tierras.
La diferencia es reveladora: Spinoza denunciaba la guerra como el triunfo de las pasiones más bajas; Maquiavelo la normalizaba como instrumento del poder. Y, sin embargo, ambos ayudan a entender la realidad actual: los gobernantes se guían por cálculos estratégicos, mientras los pueblos sufren la tragedia de las pérdidas humanas. Rusia es el país más extenso del mundo, con abundancia de recursos naturales y espacio suficiente para garantizar la prosperidad de sus habitantes.
Podría, si lo quisiera, inspirar respeto por su desarrollo cultural y económico. Sin embargo, eligió la vía de la rapacidad. Putin no invade Ucrania por necesidad, sino por ambición: reforzar su control interno con un nacionalismo agresivo, debilitar la influencia de Occidente, asegurarse puertos y campos agrícolas, y sostener un relato histórico que niega la existencia de una Ucrania independiente. Lo que podría haberse resuelto en cooperación se convirtió en violencia.
La paradoja es evidente: países pequeños como Japón, Noruega o Singapur prosperan con recursos limitados, mientras que Rusia, con abundancia y territorio, sacrifica la vida de sus ciudadanos y vecinos en busca de un poder que nunca es suficiente. Recientes conversaciones entre Putin y Trump han buscado un acuerdo de paz, pero sin Ucrania en la mesa.
¿Quiénes son ellos para decidir el destino de un pueblo que no los eligió? Esa pretensión recuerda la política imperial donde las grandes potencias trazaban fronteras sin preguntar a quienes habitaban esas tierras. Maquiavelo habría visto normal este juego de intereses entre poderosos: alianzas y pactos sin fundamento moral, guiados por la utilidad.
Spinoza, en cambio, lo vería como una traición a la razón y a la justicia: un acuerdo que no nace de la libertad de los pueblos, sino de la ambición de quienes creen tener derecho a decidir por otros. Para Trump y Putin la guerra se mide en territorios congelados, concesiones estratégicas y garantías de seguridad. Para Ucrania, significa hospitales bombardeados, hijos enterrados, familias desplazadas.
Desde México la tragedia de Ucrania puede parecer lejana. Pero vivimos un conflicto propio: la delincuencia organizada libra su propia guerra para ocupar el lugar del Estado. Como ejércitos medievales, los cárteles buscan territorios, rentas y obediencia.
El resultado es similar: muertos, desaparecidos, comunidades sitiadas. Aquí también las autoridades suelen medir el conflicto en estadísticas: homicidios, incautaciones, enfrentamientos. Pero para las familias significa hijos perdidos, mujeres desplazadas, pueblos condenados al miedo. Spinoza y Maquiavelo, desde ópticas distintas, nos recuerdan que las guerras pueden analizarse como estrategias de poder o como fracasos de la razón. Para los gobernantes son cifras, mapas, poder. Para los pueblos son tragedias personales: la mujer que no alcanzó a dar a luz, el periodista que escribió sus últimas líneas, los niños que nunca conocerán la paz.
El poder mide la guerra en mapas; la humanidad, en tumbas. Y mientras los líderes se dejan arrastrar por las bajas pasiones, el precio lo pagan los inocentes.




