Reflexiones a partir de un poema y una tragedia
“¿Cuánto vale una niña / por su inocencia / por su alegría / por sus juegos / por sus risas / por sus ojos pizpiretos / por sus manos amorosas?”
— Poema “Camila”, de Piedad Esther González, en “Frágil, fuerte, fantástico. Poemas al niño maltratado”
El verso pertenece al poema Camila de la maestra Piedad Esther González, incluido en su libro “Frágil, fuerte, fantástico. Poemas al niño maltratado”. Ese poema está basado en un hecho real: el secuestro y asesinato de una niña de ocho años en Taxco, Guerrero, en 2024.
La tragedia fue doble: primero el crimen contra la pequeña y después el linchamiento de una de las presuntas culpables, ante la ausencia de autoridad. Dos vidas apagadas en una misma jornada y una comunidad que reaccionó
con enojo y furia, pero que con el tiempo quedó anestesiada, cada vez más insensible frente al dolor que la rodea.
Estuve presente en la presentación de ese libro y comprendí con claridad lo que durante tanto tiempo hemos querido evadir: como sociedad necesitamos despertar nuestra conciencia. No hablo únicamente del maltrato infantil —aunque pocas realidades sean tan desgarradoras—, hablo también de todo aquello que nos lacera como país: la corrupción que corroe nuestras instituciones, la violencia en nuestras calles y el narcogobierno que ha tejido complicidades en todos lados.
Pero tal vez sea el dolor de los niños el punto de partida más honesto y brutal para mirar de frente y entender que
no podemos seguir volteando la cara.
La conciencia es precisamente eso: la capacidad de darnos cuenta, de reconocernos en lo que ocurre dentro y fuera de nosotros. Descartes, en su célebre “Pienso, luego existo”, nos recuerda que la conciencia es el fundamento mismo de la existencia: no podemos negar que pensamos, que sentimos, que sabemos. Kant fue más allá y nos mostró que existe en nosotros una conciencia moral, una voz interior que dicta lo que debemos hacer, aunque no siempre lo queramos. Hegel insistió en que la conciencia solo se completa al reconocer al otro; no somos plenos si ignoramos al que tenemos enfrente. Sartre, en el siglo XX, nos lanzó a la intemperie de la responsabilidad: “estamos condenados a la libertad”, es decir, no hay excusa posible, aun la inacción es una decisión consciente. Y Simone de Beauvoir completó la idea: nuestra libertad siempre está entrelazada con la del otro; ignorar el dolor ajeno es traicionar también nuestra propia humanidad.
Si unimos estas voces, no queda espacio para escapar: ser consciente no es una opción, es nuestra condición. Pero aquí surge la paradoja más dolorosa: podemos elegir voltear la mirada, fingir distracción, anestesiarnos para no sentir el peso de lo que ocurre.
La ciencia incluso ha descrito este fenómeno como ceguera voluntaria: la capacidad de ignorar lo evidente cuando resulta incómodo. Es allí donde la conciencia se convierte en un deber ético: verla y asumirla, o negarla y deshumanizarnos.
¿Qué significa, entonces, ser consciente en un país como el nuestro? Significa no engañarnos con excusas. No basta decir “no sabía”, “no me tocaba a mí” o “¿qué puedo hacer yo?”. La corrupción no ocurre sin ciudadanos que callan, la violencia no avanza sin comunidades que se resignan, el narcogobierno no se fortalece sin la complicidad del silencio. Y, de la misma forma, el maltrato a un niño no se perpetúa sin la ceguera colectiva de quienes prefieren no involucrarse.
Ser consciente es aceptar que la realidad me interpela, que lo que ocurre afuera también me pertenece. Significa reconocer que nuestra sociedad se refugia en la indiferencia, cuando lo que necesitamos es la valentía de mirar, nombrar y actuar.
¿Qué hacer? La respuesta no se encuentra en fórmulas mágicas, sino en lo esencial: reeducarnos en los valores. Retomar lo que hemos perdido como brújula: la dignidad, el respeto, la solidaridad. Y esto debe ocurrir en todas partes: en el hogar, en la escuela, en las calles, en el servicio público. Necesitamos un pacto social que nos
devuelva la capacidad de sentir vergüenza por la injusticia y orgullo por la honradez.
De nada sirven discursos, planes o reformas si como sociedad no recuperamos la conciencia. Sin ella, cualquier propuesta se vacía. Con ella, hasta los problemas más complejos empiezan a encontrar cauce.
El dolor de los niños maltratados y abusados es un espejo cruel donde se refleja nuestra propia conciencia. Allí no hay neutralidad posible: o somos cómplices de su sufrimiento, o somos parte de la esperanza que necesitan.
El verso de Piedad Esther González no debería leerse como literatura distante, sino como la pregunta más personal que podemos hacernos: ¿cuánto vale una niña? La respuesta que demos, no con palabras sino con hechos, revelará cuánto valoramos realmente nuestra conciencia y, con ella, nuestra humanidad.




