Hay una pregunta que nadie se atreve a responder con honestidad, y sin embargo, todos llevamos en la lengua: ¿los políticos deben vivir como el pueblo que gobiernan? O mejor dicho, ¿tienen derecho a vivir mejor que quienes los eligen?
Porque seamos sinceros: mientras tú esperas el camión, ellos viajan en Suburbans blindadas. Mientras tú haces fila en el IMSS, ellos se atienden en hospitales privados de lujo. Mientras tú calculas si te alcanza para el súper, ellos se dan festines pagados con nuestros impuestos.
¿Y sabes qué es lo peor? Que muchos piensan que está bien. Que “se lo ganaron”, que “trabajan mucho”, que “es normal”. Como si gobernar fuera una carrera meritocrática, y no un acto de servicio. Como si ocupar un cargo público te convirtiera automáticamente en noble del siglo XXI, con derecho a lujos, escoltas y fueros.
Pero gobernar no debería ser un privilegio: debería ser una carga.
Platón lo dijo sin rodeos hace más de dos mil años: el auténtico gobernante es aquel que no quiere gobernar, pero lo hace por deber. Porque sabe que si no lo hace él, lo hará alguien peor. Y lo hace con templanza, con frugalidad, con virtud. ¿Te imaginas a un político hoy que diga “renuncio a mi salario, viviré con lo mínimo, porque gobernar no es para enriquecerme sino para servir”? Claro que no. Lo tacharían de loco, de populista, o peor aún: de honesto.
El sistema actual premia lo contrario: al que más aparenta, al que más derrocha, al que se viste de pueblo pero no se mezcla con él. Lo vimos con los palacios presidenciales, con los senadores que ganan 20 veces el salario mínimo, con los alcaldes que se cambian de coche cada año mientras su municipio no tiene agua.
Hay una obscenidad silenciosa en todo esto. Porque el político privilegiado no solo vive mejor: vive lejos. No hace fila, no se sube al metro, no siente el calor de la calle ni el miedo del asalto. ¿Y cómo puede entonces legislar con justicia, si no conoce la injusticia cotidiana del pueblo que dice representar?
No es un problema de austeridad mal entendida. No es pedir que vivan en la miseria. Es exigir coherencia. Si gobiernas para todos, no puedes vivir como si fueras de otro mundo.
Rousseau lo entendía bien: el verdadero líder es el primer servidor de la comunidad. No está por encima, está debajo. No se aísla del pueblo: se mezcla con él. Porque solo así puede representar su voluntad, su esperanza y su dolor. Pero hoy, ¿qué tenemos? Gerentes del Estado que no pisan el lodo ni cuando llueve.
El liderazgo político, si quiere ser legítimo, debe reconciliarse con la vida común. No hay justicia donde hay distancia. No hay virtud donde hay privilegio. Y no hay democracia si quienes mandan viven como reyes mientras los demás mendigan derechos.
Así que no, no deberían tener más privilegios. Deberían tener más responsabilidad. Más ética. Más empatía. Y sobre todo, más vergüenza.
Porque gobernar no es tener más. Es atreverse a tener menos… por el bien de todos.
POR MARIO FLORES PEDRAZA




