5 diciembre, 2025

5 diciembre, 2025

Entre máscaras, cabelleras y curules

CÓDIGOS DE PODER / DAVID VALLEJO

Ayer, mientras veía un espectáculo en el Senado, reflexioné en lo mucho que la política mexicana se parece a la lucha libre. Una mezcla de drama y destreza, de teatro y sudor, de improvisación y máscaras. Un show que nos da risa, emoción y a veces hasta vergüenza, pero al que volvemos como fieles espectadores de la Arena México.

Hay rudos y técnicos. Los rudos entran pateando reglamentos, rompiendo cualquier acuerdo y confiando en que el golpe fuerte basta para arrancar aplausos. Los técnicos buscan la llave perfecta, la palabra bien dicha, la acrobacia que parezca elegante. Hay enmascarados que esconden lo que son, y otros que andan sin máscara porque ya la perdieron en alguna función anterior.

Como en la arena, unos se juegan el campeonato. Solo que aquí no es un cinturón dorado, sino algo más trascendente: la posibilidad de dirigir el rumbo, de escribir leyes, de decidir presupuestos, de contribuir, aunque sea un poco, al bienestar de millones. Ese es el verdadero título en disputa. Y quienes no aspiran a tanto, al menos buscan salvar la cabellera: evitar la humillación pública, la derrota que deja marcado el prestigio para siempre.

Y claro, están las caídas. Algunos sobreviven una, dos, hasta tres y todavía encuentran fuerza para levantarse con dignidad. Otros ahí se quedan, mirando el techo y descubriendo que la lona tiene memoria. Hay quienes dominan la técnica, quienes saben caer con estilo y quienes son puro espectáculo, capaces de fingir dolor o resucitar con una voltereta que nadie esperaba.

También existen los bandos. En la lucha libre están los Perros del Mal y también las agrupaciones de técnicos que defienden otra forma de pelear. En la política se llaman partidos. Se juntan para rodear al rival, para distraer al árbitro o para levantar la mano del compañero al final de la contienda. Sus alianzas son como las cuerdas: elásticas cuando conviene, rígidas cuando marcan límite.

Los ídolos tampoco faltan. Como El Santo, que derrotó hasta a los mismísimos demonios azules y de todos los colores, hay figuras que parecen invencibles, capaces de resistir décadas de sillazos, conteos de diez y abucheos. Ídolos que, con máscara o sin ella, sobreviven porque el público los necesita como referencia en la cartelera.

El espectáculo no estaría completo sin los árbitros. Unos intentan ser como el Güero Rangel, obsesionados con la justicia, atentos al conteo y puntuales con el silbato. Otros prefieren el estilo del Tirantes, ese árbitro que se hacía de la vista gorda en el instante clave, que miraba al techo mientras la trampa se consumaba. En política, como en la arena, la fe del público depende de si el árbitro pita limpio o se vende barato.

Y el público, por supuesto, es juez y parte. Se enciende con el rudo que rompe la regla con descaro, se rinde ante el técnico que aplica la llave limpia, ovaciona al exótico que convierte la burla en arte, y lincha con gritos al que finge más de la cuenta. El respetable nunca perdona el aburrimiento: exige un campeonato, sangre, ingenio o acrobacia. Y si no lo tiene, lanza cojines desde la grada.

Así es nuestra política: un ring con luces encendidas, con máscaras brillantes y cabelleras en juego. Ídolos, rudos, técnicos, exóticos, bandos y árbitros que cada quien identifica según su propio cartel mental. La función continúa, con tercia de estrellas o con relevos australianos, con promesas de campeonato y con amenazas de rapar al derrotado.

La pregunta final queda en el aire: si México entero fuera una arena, ¿quién sería el ídolo que vence a los demonios, quién el técnico que ejecuta la llave limpia, quién el rudo que rompe la regla con descaro, quién el exótico que roba aplausos con gracia, quiénes los árbitros honestos y quiénes los que voltean al cielo?

La política, como la lucha libre, es espectáculo. Con la diferencia de que en la política no siempre gana el que lucha mejor, ni el que contribuye más al bienestar, sino el que acomoda mejor las sillas en la arena, quien traiciona a quien ofrece la mano y hasta quien distrae al árbitro para que el compañero de un golpe bajo.

¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA o los rudos lo permiten.

Placeres culposos: En el cine atrapado robando.

Mi cabellera para Greis y Alo.

POR DAVID VALLEJO

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