Vivimos una época en la que el ruido domina sobre la reflexión y la política; más que un espacio de debate sobre el presente y los proyectos del futuro, se ha transformado en un espectáculo donde los estridentes acaparan la atención pública.
La capacidad de generar simpatía o rechazo ya no pasa por el argumento sólido ni por la propuesta viable, sino por el impacto inmediato, el golpe sonoro y la frase que sacude las redes sociales.
Un ejemplo reciente en México es el pleito entre Gerardo Fernández Noroña y Alejandro “Alito” Moreno, que empezó como una simple discusión y terminó convertido en circo mediático.
Las redes sociales amplificaron la disputa: unos vieron a Noroña como el bravucón de siempre, otros a Alito como víctima, incluso como mártir, en una lógica de estridencia que borra las trayectorias personales y los cuestionamientos de fondo, para dejar solo ruinas tras el escándalo.
Donald Trump en Estados Unidos es quizá el ejemplo más claro de la época que vive la praxis política: gobierna a través del insulto, la confrontación y la teatralidad, mientras que otro prototipo de la época, Nayib Bukele en El Salvador, convirtió su estilo en un modelo exportable: gobierna desde redes sociales, se presenta como salvador y no teme desafiar reglas constitucionales.
Jair Bolsonaro en Brasil apostó al discurso de choque permanente, mientras Vladimir Putin en Rusia ha mantenido su poder a base de narrativas de fuerza y control absoluto.
Una mezcla detestable de polarización, nacionalismo y gestos diseñados configuran un nuevo discurso sustentado en el marketing para afianzar, e intentar eternizar, liderazgos fuertes en tiempos de incertidumbre.
En México, Andrés Manuel López Obrador institucionalizó la estridencia con sus conferencias mañaneras y logró su propósito: fijar la agenda, polarizar, repetir, simplificar y mantener la atención en torno a su figura.
Hay casos patéticos y ridículos como Vicente Fox, convertido ahora en tuitero implacable, que provoca más que explica, o Samuel García, que maneja TikTok como plataforma política, con su esposa Mariana Rodríguez como coprotagonista de ese show.
Lilly Téllez es también una figura engendrada por los nuevos estilos de hacer política, especialista en escándalos y el martirologio, y en la misma frecuencia destacan personajes como Xóchitl Gálvez, que llevó la estridencia a su candidatura presidencial con humor, sarcasmo y confrontación directa.
En Tamaulipas, el estilo se repite: Francisco García Cabeza de Vaca gobernó con confrontación y símbolos de fuerza, y ya fuera del poder, tres años después, sigue obsesionado con permanecer en la escena, desde el “exilio político”.
Su hermano incómodo, Ismael García Cabeza de Vaca, ha intentado infructuosamente replicar el ruido en el Congreso del Estado, con poca sustancia, y ya forman parte de los clásicos de la política los desplantes de Vicente Verástegui, valentón y espantajo que seguramente sería inspiración de Rius o Naranjo.
Maki Ortiz en Reynosa ha hecho de la confrontación y la victimización su sello. Carlos Peña Ortiz, su hijo, apostó a un discurso juvenil en redes, pero arrastra escándalos y lo pierde ser un orgullo del nepotismo de su mamá.
José Ramón Gómez Leal, “JR”, mantiene presencia con declaraciones efectistas y se pasea por las redes en un mar de bots y “likes” pagados, con la fortaleza de la riqueza generada en los tiempos de sus abuelos y multiplicada en sus aventuras políticas.
En el registro de las elecciones recientes sobran personajes que no dudaron en llegar al ridículo, como Yahleel Abdala, Mario López “La Borrega”, El Cachorro Cantú, Humberto Prieto, Manuel Muñoz y otros engendros del priismo y del panismo que se convirtieron al obradorismo, personajes híbridos que son producto del pragmatismo político.
Parecía necesario romper las viejas formas de solemnidad, acuerdos en corto y discursos acartonados pero el resultado ha sido peor: instituciones debilitadas, polarización social y gobiernos atrapados en el espectáculo.
Zygmunt Bauman lo advirtió: en los “tiempos líquidos” nada es sólido, todo se disuelve. La política se convierte en gestos momentáneos, donde la visibilidad importa más que la permanencia y la popularidad inmediata sustituye al proyecto de largo plazo.
Conviene recordar a estas alturas que Daniel Cosío Villegas describió el “estilo del poder” como autoritario, personalista y jerárquico… disfrazado de democracia.
Hoy lo que tenemos es estridencia sin estructura: políticos convertidos en influencers y poder medido en segundos de atención. La simulación de ayer se volvió ruido.
Y en ese ruido, la democracia se degrada hasta ser un concurso de gritos, como el pleito entre Noroña y Alito: mucho espectáculo, ningún resultado.




