Hace poco, mientras hablaba con una amiga por teléfono, me comentaba una situación personal que la estaba frustrando. Mi primer impulso fue intervenir con soluciones, como siempre lo hace mi yo salvador y empático.
Pero me detuvo con una frase simple y directa: “Yo no soy tú”. Y en ese instante entendí que no necesitaba que resolviera nada; solo quería que la escuchara.
Esta llamada me hizo reflexionar sobre mi patrón habitual: muchas veces, cuando alguien me comparte un problema, mi yo salvador y empático salta, levantando la mano, intentando intervenir aunque no me lo pidan.
Durante años creí que esto era una muestra de cariño. Pensaba que mi rol era aportar soluciones, ideas o incluso apoyo práctico para demostrar amor o amistad.
Pero, con el tiempo, descubrí que no siempre se trata de salvar. A veces, lo más valioso que podemos ofrecer es simplemente acompañar, estar presentes y escuchar sin juicios.
En otras ocasiones, sin embargo, me he encontrado con la situación opuesta: alguien me pide ayuda directa y yo no quiero darla. Ahí surge un conflicto interno, entre la culpa de decir que no y la necesidad de respetar mis propios límites.
Esa tensión me enseñó algo crucial: mi yo salvador y empático nace de la empatía, pero también de un deseo de sentirme útil y necesaria. Aunque proviene de buena intención, puede desgastarme y alejarme de mis propias fronteras.
Aprendí a diferenciar entre acompañar y salvar. Acompañar significa escuchar, validar emociones y estar presente. Salvar implica asumir responsabilidades que no nos corresponden, resolver lo que el otro debe resolver.
Esta línea es sutil, pero liberadora. Acompañar nos permite sostener al otro sin absorber su peso, sin dejarnos arrastrar por su problema ni cargar con él.
Escuchar de esta manera, sin intentar arreglarlo todo, puede ser más poderoso que cualquier consejo. Porque muchas veces, la persona solo necesita sentir que alguien está ahí, no recibir un plan de acción.
También noté que algunas personas, consciente o inconscientemente, pueden usar sus problemas para atraer a quienes tienden a salvar. No siempre hay mala intención, pero si no ponemos límites, podemos quedar atrapados en un ciclo de desgaste emocional.
Por eso ahora practico la pausa antes de responder, revisando mis motivaciones: ¿quiero ayudar porque me nace de corazón o porque mi yo salvador y empático se activa automáticamente?
Y me repito un recordatorio sencillo, casi como un mantra: “Soy apoyo, no solución”. Eso me devuelve al centro y me permite acompañar sin perderme en los problemas del otro.
Hoy sé que acompañar, con presencia y escucha, es un acto de amor más sano y poderoso que salvar. Y si a veces doy consejos que nadie me pide, es porque mi yo salvador y empático quiere conectar, ser útil y demostrar cariño, aunque ahora aprendo a hacerlo desde un lugar más consciente y respetuoso de mis propios límites.
Por. Martha Irene Herrera
Contacto: madis1973@hotmail.com




