Estaba oyendo música en casa cuando la voz de Nana Mouskouri comenzó a cantar Siboney. No fue una escucha pasiva. Hay canciones que no se oyen: se habitan. Desde los primeros compases, mi mente se desplazó a otro tiempo, a otra geografía, a una Cuba que no conocí pero que la música parecía reclamar como propia. Era 1929, al menos en mi imaginación.
Cuba era entonces una isla pujante, sostenida por la caña de azúcar y el comercio, abierta al mar y al mundo. Los puertos bullían, los extranjeros llegaban en busca de fortuna y la música recorría cafés, cantinas y salones como un idioma común. En ese paisaje —mezcla de prosperidad, deseo y contención social— coloqué a un hombre.
Lo vi sentado en una mesa de cantina, garabateando hojas blancas con una prisa irregular, como si las ideas se le escaparan. Vestía camisa blanca de mangas arremangadas y llevaba un sombrero de paja del que no se desprendía. A ratos escribía con urgencia; a ratos leía lo escrito, tachaba, corregía, volvía a empezar. No buscaba solo palabras: buscaba una forma que transmitiera su emoción.
En la playa de Siboney había conocido a una mujer mulata, joven, de belleza inmediata, toda sensualidad, con un cuerpo que parecía hecho de ritmo y unos ojos verdes imposibles de olvidar. Bastaba verla para que el mundo alrededor perdiera nitidez. Del pecho le nacía la necesidad de escribir una canción que expresara todo lo que llevaba dentro. Pero también sabía —y ese saber era parte de su conflicto— que no todo lo que se siente puede decirse sin consecuencias. Si buscaba que la canción fuera cantada por todos, debía contener la pasión, lograr que cada cubano la hiciera suya, aun sin saber a quién iba dirigida.
La pasión, sin embargo, desbordaba la prudencia. El ron ayudaba poco a ordenar las ideas, pero no eran los humos del alcohol ni del Cohíba los que lo dominaban, sino el recuerdo: el perfume de su cuerpo, ya instalado en su mente; el sabor de su piel, a sal, a limón, a incertidumbre; las noches que regresaban con una intensidad que ni el tiempo ni la bebida lograban borrar. Escribir era una lucha entre lo que deseaba confesar y lo que debía callar. Finalmente, apareció el primer verso:
Siboney, yo te quiero / yo me muero por tu amor /
Siboney, en tu boca la miel puso su dulzor. Siboney, yo te quiero/ yo me muero por tu amor/ Siboney, en tu boca / la miel puso su dulzor.
No lo revisó. Guardó la hoja, terminó su copa y dejó unos billetes sobre la mesa antes de regresar a casa. Ya en la cama, dejó que la memoria hiciera su trabajo: la sangre agolpada en la cabeza, el deseo sin salida, la música todavía inconclusa.
Pasaron semanas. El proceso fue un claroscuro constante entre emoción y forma. Comprendió que crear no siempre es desbordarse; a veces es aprender a contenerse. Así llegó esa oración, precisa y contenida, al verso final:
Te espero con ansia en mi caney.
No era solo una espera amorosa. Caney se volvía una promesa de hogar, de refugio, de pertenencia. Decir menos para que otros dijeran más al cantarla.
Eso es lo que la canción provocó en mí la primera vez que la escuché, y lo que no puedo evitar recordar cada vez que vuelve a sonar: la imagen de un artista atrapado entre su pasión, su talento y la conveniencia impuesta por su tiempo.
Pero todo esto es mi imaginación.
La realidad es otra, y no por ello menos fascinante. Ernesto Lecuona, el gran pianista y compositor cubano, distaba mucho de ese bohemio dominado por el exceso. Fue un hombre sobrio, metódico, disciplinado, socialmente respetado. Admirado en Cuba, pero también en París, Nueva York y Madrid, donde tuvo éxitos resonantes. Un virtuoso de la música, reconocido por figuras de la talla de Arthur Rubinstein, quien confesó no saber qué admirar más en él: si al pianista genial o al compositor sublime.
De ese hombre ordenado nació Siboney, una de las canciones más cargadas de sensualidad, nostalgia y anhelo de la música cubana. Tal vez porque no surge del exceso, sino de la distancia. No del desorden, sino de la añoranza. A veces se ama mejor lo que se teme perder; a veces la música dice lo que la vida calla.
Cuando termina la canción y el silencio vuelve a la habitación, entiendo que poco importa si aquel hombre de la cantina existió o no. La música nos concede ese privilegio: imaginar verdades emocionales que, aunque no sean históricas, siguen siendo profundamente humanas.
Siboney alcanzó tal popularidad, por su carga emocional y patriótica, que con el tiempo dejó de pertenecer a su autor para convertirse en algo mayor: muchos la consideran, aún hoy, el segundo himno de Cuba.




