En muchos hogares de México, el mes no empieza con el calendario, sino con una espera. La espera del aviso, del mensaje, del depósito que cruza fronteras y que llega desde lejos para hacer posible lo básico: comer, curarse, estudiar, seguir. Para millones de familias, las remesas no son una estadística; son la diferencia entre resistir o caer.
Detrás de cada envío hay una historia de migración forzada, de despedidas sin fecha de regreso y de decisiones tomadas más por necesidad que por deseo. Nadie abandona su tierra por gusto. Se van porque aquí no alcanzó, porque el futuro se volvió estrecho y la esperanza tuvo que buscar otro idioma.
Nuestros connacionales no se fueron por aventura ni por ambición. Se fueron porque el trabajo no alcanzaba, porque la violencia empujó, porque las oportunidades se agotaron. Y desde el otro lado, muchos siguen sosteniendo a un país que no supo retenerlos.
Por eso, cuando hablamos de remesas, no hablamos solo de dinero. Hablamos de tiempo, de ausencia, de sacrificio. Hablamos de madres que crían solas, de abuelos que envejecen esperando, de hijos que crecen aprendiendo a querer a distancia.
En 2024, México recibió 64 mil 745 millones de dólares en remesas, una cifra récord que suele presumirse como éxito económico. Pero reducirlas a divisas es no entender su verdadero rostro. Para el país son macroeconomía; para las familias son la comida en la mesa, la medicina del abuelo y la mochila de los niños.
Hoy, incluso, las remesas representan la principal fuente de ingreso de divisas del país, por encima del petróleo. Un dato que debería obligarnos a una reflexión profunda: ¿qué dice de nosotros una economía que se sostiene en la gente que tuvo que irse?
En 2025, el flujo se mantiene alto, aunque ya muestra señales de desgaste. No por falta de compromiso, sino porque las condiciones del migrante se han endurecido. Trabajos más precarios, mayor presión migratoria, miedo constante a perderlo todo de un día para otro.
Cuando las remesas bajan, no es una decisión. Es un reflejo de que la vida del otro lado se vuelve más cuesta arriba. Cada dólar que deja de llegar cuenta una historia que rara vez se escucha.
En Tamaulipas, esta realidad se siente con especial claridad. Aquí, las remesas pesan más que muchas fábricas. Con más de mil millones de dólares anuales, el dinero que envían quienes se fueron, inyecta al estado el doble de capital que todas las inversiones extranjeras juntas.
La economía local no se mueve solo por grandes empresarios o anuncios de inversión. Se mueve por quienes empacaron su vida en una maleta y se fueron a trabajar lejos, con la promesa silenciosa de no abandonar a los suyos.
Ese dinero tampoco se dispersa al azar. Municipios como Victoria, Matamoros, Reynosa, Nuevo Laredo y Tampico concentran cerca del 60 por ciento del flujo. Son ciudades que laten al ritmo del esfuerzo que se hace “del otro lado”.
Pero hay que decirlo sin rodeos: el llamado Sueño Americano muchas veces se parece más a una pesadilla. Jornadas extenuantes, discriminación cotidiana, soledad profunda. Presumir las remesas como logro gubernamental es un error; son, en realidad, el recordatorio de una deuda histórica.
A diferencia de cualquier otra cifra económica, las remesas se pagan con tiempo no vivido. Se envían dólares, pero se pierden abrazos, cumpleaños, navidades y despedidas que nunca se dieron como debían.
Y aun así, el migrante nunca falla. Mes con mes, o semana tras semana casi sin excepción, el dinero llega. Esa puntualidad es una forma de resistencia, una lealtad silenciosa que demuestra que, aunque México muchas veces les dio la espalda, ellos nunca se la han dado a los suyos.
POR MARTHA IRENE HERRERA
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