La fiesta de las compras es una locura. Carros por aquí, teles por allá, vinos y viandas y fritangas entre camisas, pantalones y pantaletas y línea blanca que corre por las calles de la esta eufórica ciudad.
Euforia más loca que el buen fin. La casa por la ventana y la ventana por la casa. Todos compran y compran y vuelven a comprar y los tienderos y tenderos y tianguistas de sonrisa abierta, de cola pelada y de muelas que si amuelan. Y los Bancos sonrientes y el dólar loco y loco que vengan los bomberos que me estoy quemando.
Es la euforia, la papeliza desventurada, el tarjetazo y el tarjetón, la nómina y la anónima, el salario mínimo súperestirado y las estrias cientas de los pobres y de los ricos que se soban las nalgas.
Tiendas y mercaderes, la vendimia del alma al diablo por tener el juguete de papá y mamá, el de los hijos y el de las hijas. La tele, el micro, la tablet, la compu y la lavadora de dinero ajeno porque ya no está en nuestros bolsillo- Campanitas de Navidad, y los pastores empiezan a temblar y Santa Claus empieza a cantar esta desgracia junto a los Reyes Magos, que en verdad hacen magia para llevar a miles de niños un juguete y a lo perdiz un pedazo de pan.
Navidad, año nuevo, vieja nueva y viejo nuevo, pero las cuentas se ponen gordas y en enero a llorar, atrás los filders, atrasito de la raya porque Paganini, azotar la res, o si no le daremos pamba.
Lo cierto, es que de tanta euforia por las compras y la caída del peso, no sabemos a quien le va tocar cerrar las puertas, pero las puertas de la cárcel porque nadie va tener con que pagar esta alegría decembrina.