Mi inolvidable amigo, hermano y compadre, Adrián Valero, acostumbraba decir que en Noche Buena y en Navidad, hablar o escribir sobre política era ofender al Eterno.
Tenía mucha razón. Aún después de haber partido, sigue como el Cid Campeador ganando batallas sólo con recordarlo con frases como la referida. En honor a él haré a un lado esa polémica actividad humana para dedicar este espacio a la persona que más recuerdo en una fecha como ésta.
Me refiero a la abuela. Así, en singular, porque fue la única con la que conviví y compartí experiencias de nieto.
La madre de mi padre marcó, sin ser su propósito, mi vida infantil, especialmente en las navidades. La razón no fue precisamente lo que era, sino lo que significaba en el ámbito familiar, con sus once hijos –la primera murió joven– y la que parecía inagotable cascada de nietos.
La abuela era en su casa de la Ciudad de México, en el corazón de la Villa de Guadalupe, el eje de esa alegre tropa de parientes. Alrededor de ella, así me parecía a mis cortos años, giraba no sólo la familia, sino el mundo entero. Imponente, incansable, era una figura soberbia que me hacía pensar que era un ser inmortal.
Fueron esas fiestas decembrinas en la casa de la abuela, las mejores que recuerdo de esos años matizados entre el color rosa y el dorado. Aún las saboreo, las huelo, las toco en mi mente, me emociono y me invaden sentimientos que lo mismo me hacen enjugar una lágrima que dibujar la más amplia de las sonrisas ante las oleadas de añoranzas.
Parodiando al maestro Pablo Neruda, confieso que viví las navidades más intensas, cálidas y fraternales que puedo recordar. Alrededor de cincuenta pequeños monstruos formábamos un ejército delirante de escuincles –como nos decía Doña Irene a sus nietos– que lo mismo soltábamos risas, gritos y leperadas, que protagonizábamos enamoramientos inocentes entre primos y hasta peleas que dejaban como saldo rasguños, mordidas y hasta algún descalabrado que en menos de media hora volvía a tomar su lugar en esa batalla.
Era una escena para un cuadro ver a esa corte de mocosos en la enorme mesa flanqueada por largas bancas ante la insuficiencia de sillas –reservadas para los adultos– rebosante de brazos y manos que chocaban en la búsqueda de buñuelos, tamales, pozole, el descomunal pavo que llevaba la tía Toña, atole de fresa y de piña, champurrado, la pierna de puerco que preparaba el tío Enrique, la pancita picosa que aquí conocemos como menudo, las chalupas y memelas, el pastel de carne y otros alimentos que formarían parte de la dieta familiar durante la siguiente semana por lo menos.
Era un placer que apenas podía discernir pero sí sentir hasta los huesos, ver a los tíos y tías altos y fuertes como robles, con esa imagen de inalcanzables, sabios y dueños de una eterna juventud o joven madurez. Sus palabras sonaban como las de Moisés a mis oídos, de tanta autoridad que despedían.
Y la abuela ¡ah, la abuela! navegando en ese mar de cabezas y cuerpos que hacían sentir dentro del hogar un calorcillo que hacía olvidar los cero grados que regían en el exterior y que convertía en delicia jugar al día siguiente en la enorme pileta del lavadero que existía en el patio, con el agua congelada que más de una vez casi nos dejó una pulmonía por caer en ella creyendo que era de hielo macizo.
Sí abuela. Donde estés, quiero decirte que te extraño. Extraño todo lo que se desprendía de ti. Extraño a esa multitudinaria familia en la que me sentía volar en un mundo que no quería entender, sino disfrutar solamente.
Hace muchos años que la abuela se fue. También hace muchos años que mis años infantiles son un bello recuerdo. Pero nunca, nunca he vuelto a paladear esas navidades en otros ámbitos y tiempos.
Sí. Confieso que he vivido navidades que son más que un paquete nostálgico en mi mente. Confieso entonces que en esas fiestas en las que Santa Clos era un extraño y los personajes eran los Santos Reyes –santos, no magos, decía la abuela– disfruté lo que mis hijos no conocieron:
El dulce encanto de una auténtica posada y de una auténtica Navidad…
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