Un cariñoso abrazo para la compañera Nora Alicia Hernández Herrera y su apreciable familia.
En los años setentas Marciano Aguilar Mendoza era dirigente nacional de los algodoneros con oficinas desde luego, en la ciudad de México. Un día me llamó para invitarme a Caborca, Sonora. Dijo: “quiero que conozcas la historia de esa admirable gente donde tengo grandes amigos, como Fidencio Hernández y su madre, los cuales a base de esfuerzo y sufrimiento hicieron florecer el desierto”.
Desde luego acepté. En el aeropuerto de Hermosillo nos recibió Fidencio y desde ahí nos trasladamos a Caborca en frágil avioneta que debido a los vientos encontrados nos condujo con el alma en un hilo.
Instalados en nuestro destino visitamos a la madre de aquel líder agrario. Una agradable mujer, cuyo nombre desgraciadamente olvidé, que a sus ochenta y tantos años irradiaba al mismo tiempo ternura y fortaleza. Ella así contó el origen de su asentamiento en aquella difícil geografía: “Éramos varias familias del estado de Guanajuato con muchas ganas de trabajar pero no teníamos dónde. Nadie nos daba créditos porque estábamos muy pobres, entonces les pedí que nos organizáramos. Hicimos una colecta y con mi hijo me fui a México, esperando la oportunidad de entrevistarme con el presidente López Mateos. Hicimos guardia varios días en Los Pinos pero siempre nos negaron la audiencia hasta que supe que estaría en el hemiciclo a Juárez en la Alameda Central. “Ahora o nunca”, dije a mi hijo.
Al concluir el acto rompí la valla de los soldados y fui directo al presidente al que casi me le arrodillé diciéndole: “Señor presidente, represento a varias familias que antes de morirnos de hambre queremos trabajar la tierra, ¡dénos un pedacito en cualquier parte del país, no lo vamos a defraudar!, tampoco queremos que nos lo regale, lo pagaremos peso a peso. Se nos han cerrado todas las puertas ¡sólo usted nos puede ayudar!”.
Entre lágrimas la noble señora recordaba ante el escribidor el emocionante momento: “El presidente me abrazó, llamó a un capitán al que ordenó que a las doce horas del día siguiente nos esperara en la entrada principal de Los Pinos. La recibiré y platicaremos”, fueron las palabras de López Mateos.
“En efecto, agrega, fuimos recibidos a las doce en punto. Entramos a una gran sala donde ya esperaban varios funcionarios relacionados con el campo y mientras aparecía el presidente, todos nos saludaron con afecto a pesar de que nuestra vestimenta no era precisamente la más apropiada. Llegó el presidente y se paró a mis espaldas al tiempo que decía: “esta es la señora de quien ya les hablé, ella encabeza a varias familias pobres del bajío. Ha pedido ayuda y se la vamos a dar porque con esta clase de mexicanos son los que hay que trabajar”. Tocándome los hombros, agregó: “Me tengo que retirar, pero he dejado instrucciones. Ellos le explicarán y se pondrán de acuerdo con usted. Tenga confianza”. Me abrazó y desapareció acompañado por sus ayudantes. Lo sentí como verdadero ángel salvador.
Los funcionarios hablaron sobre detalles técnicos que no entendíamos, hasta que señalaron en un mapa el lugar destinado. “Se trata, dijeron, de la región de Caborca, pegado al desierto de Altar donde existe un gran potencial pero al que nadie quiere ir. Usted dice si acepta el reto”.
¡Claro que acepto!, respondí entusiasmada. Por fin tendríamos la tierra prometida, pero todavía faltaba mucho sufrimiento. Nos enviaron de regreso a Guanajuato, nos proporcionaron algunos recursos para trasladarnos a Caborca. Ahí en la estación del tren permanecimos dos meses, soportando un clima al que poco a poco nos empezamos a acostumbrar y sobreviviendo de la caridad pública. Un buen día llegó un grupo de ingenieros enviados por la Reforma Agraria. Se hicieron los deslindes, algunos créditos y nos pusimos a trabajar batallando con el desierto al que casi, casi convertimos en un vergel. Y no es por presumir, pero pagamos toda la tierra que nos fiaron y hemos comprado más. Ahora cada familia tiene su rancho, ¡y hasta se creen ricos!, pero no lo hicimos solos porque hemos contado con el apoyo de gente buena como don Marciano Aguilar al que quisiéramos adoptar y dejarlo para siempre entre nosotros, pero no se deja porque quiere mucho a Tamaulipas”.
El escribidor considera que esta es una de las tantas historias que rinden homenaje a la memoria del excelente amigo que fue “Chanito” Aguilar. A toda su familia el más sentido pésame. Tuvieron a un gran padre.
SUCEDE QUE
El dirigente estatal del PRI acepta que el proceso que se avecina será “difícil y competitivo”. En sus palabras Rafael González Benavides muestra no sólo desconfianza en el triunfo de su partido sino alto grado de pesimismo. Ahí que la militancia se lo reclame porque la principal obligación de cualquier líder es incitar a la victoria, digo yo, salvo que desde ahora esté buscando justificaciones no solicitadas. ¡Lástima que ya no esté Gamundi “el chapulín colorado!”, pero bueno, está Lucino que no es lo mismo pero es casi igual…Contaba Marciano Aguilar que hace muchos años, cuando presidía el comité agrario de la región de Camargo, con frecuencia pedía que sacaran del salón a un niño que con sus travesuras interrumpía las reuniones. Ese chamaco era Cruz López Aguilar con quien sostuvo gran amistad al grado que Cruz lo invitó como asesor del comité nacional de la CNC. Cuando lo propuso “Chanito” respondió: “No’mbre!, déjame donde estoy, que la liga es como mi segunda casa con la ventaja de que aquí nadie me regaña!”.
Y hasta la próxima.