Entre las autobiografías imaginarias que Salvador Elizondo esbozó con ironía en “Vocaciones frustradas”, uno de los textos que conforman “Camera lucida”, la del pintor incipiente no parece la menos reveladora. Elizondo sabía que “los sueños nos crean un pasado”.
Algo de ellos configura sus recuerdos cuando evoca las visiones de Piranesi que había asimilado e incorporado a sus sueños y le ofrecían el punto de partida para cultivar una vocación equívoca y sin esperanzas: la de arquitecto. Adivino asimismo algunas remembranzas cuando se imagina instalado en la casa de unos parientes lejanos; Via Roma 3 esquina la Piazza del Duomo, en Florencia, donde ocupaba una soffitta destartalada desde la cual podía ver el Battistero, Santa Maria di Fiori, el fuste del Campanile, las colinas de Fiesole y, dominando el panorama, la cúpula de Brunelleschi.
Se figura a su tío Farinata como maitre del Grand Hotel, preciándose “de haber recibido propinas de las más ilustres personalidades de la época”. Su prima Nerla era la gentilissima de sus sueños, dependiente en la papelería Pistoj y aspirante en secreto al estrellato cinematográfico, la cual se había ofrecido a procurarle sus útiles de dibujo y su camera lucida con su descuento para empleados. “Lejos estaban ambos de sospechar siquiera que por medio de ese instrumento y en las hojas de aquel espléndido block de Fabriano se inscribiría su suerte y su destino”.
La curiosidad de su tío Farinata lo inducía a examinar en su ausencia sus pertenencias y sus trabajos, por lo que descubrió un dibujo en el que había suprimido el maillot con el que Nerla solía asolearse en la azotea y había completado el dibujo inspirándose en la figura de la Verdad que aparece en La calumnia de Botticelli.
“Al día siguiente, a su regreso de una passeggiata por los jardines Boboli en compañía de la gentilissima, fueron acogidos en el salotto por la frialdad glacial de messer Farinata, esa frialdad que sólo los undertipped saben afectar y que pronto se fue transformando en una avalancha de epítetos dantescos proferidos en la lengua uvular de la región de Siena. Madonna Piccarda solloza y gime en su salón. ‘…la Nerla nuda!’ exclama Farinata fuera de sí mientras exhibe el infamante pliego de Fabriano como quien presenta el menú a los comensales, señalando con la punta del dedo las diferentes partes del cuerpo de La Verdad expuestas en la ‘Visione’. Volviéndose hacia la Nerla le aplica todo el repertorio de la ‘madre lingua’ que viene a su caso y del que curiosamente faltan las voces de ‘puttana’ y ‘mignotta’ que son más meridionales”.
Aquella noche abandonó Florencia para siempre.
Aunque Reyes Meza le dijo que era “demasiado culto para ser pintor” y que eso no le permitiría pintar libremente, hacia 1954, Salvador Elizondo había participado en algunas exposiciones colectivas con, entre otros, Leopoldo Méndez, Miguel Prieto, Siqueiros, Vicente Rojo, Rufino Tamayo, y había presentado algunas exhibiciones individuales. No se consideraba un pintor nato, lo cual, creía, “por una parte es afortunado porque quiere decir que todo lo que yo pinté tendrá implícito un momento o un siglo de combate y todo lo que yo pinte representará una victoria de la voluntad pero también es una limitación que impide penetrar en lo que es el encanto de un momento. Pero todo se salva si se puede decir pinto porque quiero y no pinto porque no puedo hacer otra cosa”.
Temía parecerse a su maestro Guerrero Galván, pintaba y dibujaba obsesivamente y sostenía que “en pintura no se puede pensar indistintamente en color y dibujo. Ambos son una misma cosa”.
Ya entonces había descubierto con fascinación las configuraciones creativas del montaje. Como lo escribió en su diario, emprendió la hechura de “un libro de notas referente a las posibilidades de utilizar el principio del montaje en todas las artes”. No sólo aplicó esas ideas en Farabeuf, sino que también las ensayó en la pintura.
En Roma, donde vivió una temporada dedicado a pintar y dibujar, concibió una vista del Foro Romano en la que “los elementos característicos de estas edificaciones se agrupaban sintéticamente constituyendo un elemento formal orgánico y expresivo. Pero a pesar de ello el cuadro era muy malo”. Poco después, la visión de algunas telas: Las batallas, de Paolo Ucello; La Calumnia, el Vapor en la tormenta, de Turner, lo disuadieron de dejar los pinceles. Sin embargo, no dejó de pintar y dibujar en sus diarios, en blocks y cuadernos, pintando esporádicamente algún cuadro.




