Salvo algunas casonas que se resisten a caer y otras que se han escapado a la vista de los taladores urbanos, el Centro Histórico, la fisonomía primera de la Ciudad, muere cada día.
Los vestigios de la antigua Ciudad parecen metáforas de tristeza de la añeja gallardía y belleza de la arquitectura vernácula.
Algunas arcadas, adobe y ladrillo trenzadas con piedra son el espejo de esa metáfora urbana que constituyó Victoria.
Es un Himno entre Ruinas como cantaba Octavio Paz, de la historia grandiosa.
Ésta, lugar de querencias y hospitalidad.
No hay ley que frene a los taladores, no hay noche que bata a los Atilas que contemplan a la Ciudad como un enorme estacionamiento donde los humores del agio son predominantes.
Y lo más grave del asunto es que no existe un levantamiento fotográfico que dé fe de esta destrucción por los siglos de los siglos, Amén.
El generoso sillar, las casa de altos techos, los portones de madera y hierro son sustituidos por horripilantes herrerías de un neobarroco locuaz para ignorantes y teóricos emergentes.
La Ciudad se tapiza de ventanales de mal gusto, puertas Drakulescas, de fachadas de espanto entre lo chino y lo californiano para principiantes a clases medias semiocultas.
No existe un legado que consigne, no hay ley que se cumpla sobre los edificios civiles.
No hay una historia de las minas de sillar y piedra que documente nuestra modesta historia arquitectónica.
El factor inteligente para los usureros de los terrenos y edificios que bocetan a la Ciudad de ayer es el negocio.
Negocio del estacionamientos, negocio de la plusvalía del terreno, negocio del ocio para quienes no valoran y no sienten a la Ciudad.
Si estos victorenses victorianos vivieran en Roma ya hubieran talado el Coliseo y se vivieran en París ya se hubieran pasado por El Arco del Triunfo, la falta de güevos de una Ley de Monumentos.
Nota: Un saludo para Hipólito López, asiduo lector de esta columna.




