CIUDAD VICTORIA, Tamaulipas.- En el año 1987, cuando Victoria no tenía muchos espacios para visitar en domingo, los jóvenes acostumbraban practicar campismo.
ir a la sierra o pasear en los Troncones, era la mejor aventura…
El domingo 8 de febrero de 1987, Raúl Álvarez, de 14 años de edad, escuchó que sus hermanos mayores irían a Los Troncones.
Sus hermanos no quisieron llevarlo, por lo que él decidió armar su propio grupo y se perdió por seis días…
«Mis hermanos se fueron como a las ocho de la mañana, no quisieron llevarme. Yo convoco a mis amigos y nos fuimos como a las diez de la mañana. Cuando llegamos a la colonia Estrella, que en aquel tiempo iba comenzando, mis amigos se regresaron, tres no llevaban permiso. Así que yo continué solo. Nunca encontré a mis hermanos».
Cruzó la sierra y una primer cañada, llegó al río y en el segundo cruce, decidió subir.
«Hay un lugar conocido como la cueva del Diablo, entré, pero me espantaron unos murciélagos y me salgo. Continúo hacia arriba… yo pensaba que si había cruzado una cañada podría llegar más lejos, todo era aventura, era muy temprano aún. Había mucho sol. Pasó la sierra, llego hasta arriba y mero arriba, sobre una peña me puse de pie y veo el camino hacia abajo, veía carros y personas muy pequeñas, de ahí pierdo la noción, tengo lagunas hasta el día que me encuentran», narra Raúl 29 años después.
El niño de entonces catorce años no podía recordar las noches que pasó en la sierra, cuando lo encontraron tenía espinas en los labios, heridas en la cabeza, fracturas, estaba descalzo y con una talla inferior a la habitual.
«La última noche fue con frío, sentía lastimada la cabeza, tenía un brazo roto, no tomé agua por seis días, tenía mucho frío y miedo. Recuerdo que en las noches escarbaba hasta que las uñas me sangraban.
No sé si lo hacía por el frío. Pero ahí metía mi cuerpo. La última noche, tal vez ya estaba más consciente y tuve temor que me apareciera un fantasma, no le tenía miedo a los animales, sino a un fantasma o el diablo, algo así. Por eso busqué un árbol para acostarme».
De día cortaba jacubos… «Como no tenía herramientas, pues les quitaba las espinas con la boca y me comía la pulpa, masticaba hierbas y luego de masticarlas las escupía y las ponía en mi cabeza para sentir que así se refrescaba mis heridas, los doctores dicen que eso me ayudó».
Los recuerdos de Raúl son vagos, pero hay una evidencia que puede explicar sus fracturas en la cabeza y sus vértebras dorsales y lumbares.
Había otra perforación inexplicable en el centro de su cabeza, que tenía la circunferencia de un dedo infantil.
Los zapatos, recuerda haberlos perdido cuando iba escalando, uno cayó y pensó que debía dejar el otro zapato para que al menos ellos estuvieran juntos.
«Reaccioné hasta la noche del quinto día, no recuerdo las noches».
Raúl ha vuelto a la sierra, le gusta acampar, sabe que aquella experiencia que involucró a la policía rural, judiciales, un helicóptero, brigadas de Pemex y sociedad civil, fue una experiencia única.
«Había gente rezando en mi casa, le llevaban comida a mi mamá. Los ejidatarios decían que con un día que te pierdas en la sierra experimentas desesperación y se pierde la noción, no lograban comprender cómo sobreviví tantos días. Tal vez lo bueno fue mi amnesia y por eso duré los seis días».
En los últimos días el niño deliraba, recuerda piedras blancas que más tarde eran negras por tener hormigas, recuerda haber visto un jabalí y un pájaro que imaginó guisado.
Fuera de esos recuerdos, no hay más que el hambre y la desesperación en los lapsos que tenía conciencia que estaba perdido.
Al sexto día, Raúl despertó, sintió hambre y comió una especie de cactus de sabor dulce. Descendió y comenzó a escuchar el río…
Sus piernas ya no le sostenían y aunque había agua, no logró pasar ni un trago, porque su garganta estaba cerrada.
Escuchó un motor, vio una camioneta y era conducida por su hermano, iban también sus primos, quienes lo cargaron y le ingresaron al Hospital General para ser trasladado al Hospital Infantil de Victoria.
«Cuando los encontré, solo les dije «Eit», no tenía voz y con mis dedos en conchita les hice la señal de hambre, no podía hablar. Se impactaron conmigo, era una calavera, me reduje de todo»…
Aquella atención médica la solventó por completo la señora Beatriz Anaya de Villarreal Guerra, el niño se recuperó luego de 15 días de hospitalización.




