CIUDAD VICTORIA, Tamaulipas.- Salvador Garza González, a los 91 años de vida, con las rodillas adoloridas por malas intervenciones quirúrgicas y un brazo algo inmovilizado, se levanta todos los días, como lo hacía en 1960, cuando inició como «sobandero» de Los Cuerudos de Victoria.
Luego de una caída, sus pacientes pensaron que Chavita ya no podía sobar, pero la magia de sus manos prevalece y la lámpara que él fabricó para dar calor en las zonas afectadas de los pacientes, aún funciona y espera volver a calmar el dolor de las mujeres que dieron el mal paso, de los hombres que derraparon en algún deporte y los niños que por descuido se lastimaron en una travesura.
Su anuncio de «masajes» está intacto en la calle Sonora y él espera sentado en su domicilio, con la calma y el perdón por el olvido que sólo conceden los años.
«Fui el sobador de Los Cuerudos desde el sesenta hasta que terminamos. Eso fue algo que me entusiasmó mucho, porque una vez saliendo de la iglesia yo vi pasar a unos muchachos, le dije: ‘yo quisiera andar con ellos’… Ella me dijo: ‘no te desesperes, puede que sí»…
Así le hablaba Lupita, su mujer, y como si fuera profeta, el tiempo llevó a Chavita con aquellos muchachos: Los Cuerudos de Victoria.
Chavita narra su historia en la colonia Viviendas Populares, en el mismo terreno que le regaló el doctor Norberto Treviño Zapata, cuando fue gobernador.
El beneficio se lo otorgó a él y otros cuatro integrantes de la Banda de Música del Estado, donde Chavita tocaba la tuba, un instrumento grande que abandonó junto con las prestaciones que recibía por ser trabajador al servicio del Estado de Tamaulipas.
Y lo abandonó porque él quería estar en medio de la cancha.
«Aprendí el oficio de mi madre, mi madre era Petra González, yo creo que aprendió de su madre, no conocí a mi abuela y mi madre quizá aprendió allá en el rancho. Nosotros llegamos muy jóvenes aquí a Victoria y yo no estaba acostumbrado aquí al pueblo que los viernes me iba por toda la vía del tren y llegaba a Santa Engracia. Vivíamos en contra esquina del kiosko, al lado del río… ¿Cuál es el problema?».
«Cuando empecé cobraba 10 pesos, sólo sacaba para la escuela de los muchachos, era barato, a otra le cobraba 20 pesos, dependiendo del mal. Ahora cobro 50 pesos y a las personas se les hace caro, si fueran con otras personas que no saben sobar, porque soban para abajo y es todo para arriba, no es lo mismo… Luego me quieren comparar y dicen: «es que allá»… y yo pienso: «pues vayan allá, no se molesten», dice Chavita.
Y muchos se han retirado, incluso sin paga…
No han valorado esas manos suaves de Chavita, que siguen siendo mágicas a pesar de la edad.
«Las mujeres me dicen sorprendidas que no les lastimo cuando vienen a sobarse. Las mujeres se caen con frecuencia por los tacones, porque pisaron mal. Yo les digo que se trata de curarlas no de lastimarlas más».
Otras mujeres ya no han vuelto, pero él se siente feliz, si no las ve luego de un tratamiento quiere decir que andan por ahí caminando.
«Me han llegado mujeres que las trae el marido, vienen adoloridas porque les han dicho los médicos que ya no van a caminar. No creo que los doctores o los médicos le deban decir eso a sus pacientes, se trata de devolverles la salud».
Y a aquella mujer que le dolía más la noticia de que no podría caminar, la descubrió hasta bailando.
«Lo malo es que luego se sienten bien y dejan de venir antes de que yo acabe de sobarles».
Los Cuerudos se portaron con él divinamente y su mayor satisfacción, además de componer los males físicos de los jugadores, fue servirles hasta de entrenador.
«Se portaron divinamente, me trataron bien», dice con nostalgia.




