El “intento de golpe” de Turquía, que se ha cobrado cientos de vidas, inevitablemente será utilizado como pretexto para acelerar las cosas en pos del objetivo principal del presidente Recep Tayyip Erdogan: garantizar el cambio constitucional que provea a la presidencia de un poder casi absoluto, si no es que absoluto.
Erdogan también usará este episodio para neutralizar y contener aún más lo que quede de la oposición, se trate de políticos, empresarios, académicos, medios, disidentes o cualquiera a quien considere un obstáculo en su búsqueda de mayores poderes. En cualquier democracia ordinaria, tales elementos serían considerados oposición legítima.
Pero para el presidente Erdogan son “terroristas” y tratados como enemigos del Estado.
Sin embargo, Erdogan dejará un espacio mínimo de respiro, para poder decir que Turquía es una democracia. En gran medida, lo es solamente de nombre.
Cualquiera que transgreda los límites arbitrarios de Erdogan paga un precio.
La mal orientada política exterior de Erdogan de los últimos años ha conducido en gran medida a Turquía al aislamiento diplomático. Sus intentos actuales de enderezarla con una mayor participación y reparando los lazos con Israel y Rusia, se derivan de su deseo de tener menos problemas al exterior, a fin de poder consolidar su poder al interior.
El “intento de golpe”, o como se le quiera llamar, representa la plataforma ideal para este proceso.
El conflicto de Erdogan con los militantes kurdos, la creciente confrontación con el Estado Islámico y los efectos colaterales de la crisis siria seguirán afectando a Turquía colectivamente, como nación. Sin embargo, Erdogan no permitirá que estos factores interfieran con sus intereses, ambiciones y prioridades de consolidar su poder en la presidencia.
De hecho, seguirá explotando estos infortunios para su ventaja personal, a cualquier precio.