Cuando niños jugábamos a la tontera y estupidez de quién de nosotros aguantaba más sol al mediodía. Se trataba de tapar al sol con un dedo, pero lo tontuelo era mirarlo a ojo pelón. El sol se achicaba y se ponía negro a nuestros ojos. Una verdadera estupidez e ignorancia de los males que el astro rey causaba a la vista.
Juegos como esos tal vez dejaron cegatos más rápido a mis contemporáneos. Y ahora que disfruto un poco mejor mis ojos también comparo a la vida de ayer y hoy. El sol canicular nos tiene como las antiguas batallas griegas de morir con la cara al sol. Es un sol que rebasa los límites de soportarlo, nos quema la piel y nos desnuda a ojos vistas.
Otro juego de locos era el “corretear a la sombra” para competir si podríamos alcanzarla. Corríamos como locos detrás de la sombra sin alcanzarla, hasta el mediodía el sol en zenit era posible darle alcance. Locuras de niñez compartidas en calles empedradas que el verano eran piedras calientes pero que gracias al agua se convertían en torrentes de agua.
Alcanzar el dibujo de nosotros, jugar en sombras era de lo más divertido. Hacer sombras en los muros, juegos de manos para siluetas, convertir el juego en sueños.
Sombra y luz eran parte de nuestro universo. Jugar por la noche extraordinario con los amigos y amigas a las “estatuas de marfil”, a la “víbora de la mar” y a los “pozitos petroleros” que era el juego mas rudo de nuestra niñez y adolescencia porque nos dábamos de golpes con la bola de tenis o el corazón de la bola de beisbol, que era muy dura.
Los juegos nocturnos fueron el inocente despertar del sexo. Jugar “a las escondidas” era festivo y caliente. Esconderse con la amiga más bonita, e incluso disputarse “la escondida”. La luna fue nuestra amorosa cómplice, en sus candilejas aprendimos a besar y amar a la vida.
Los juegos nocturnos eran de contar y de soñar, de terminar cansados y sudados listos para el baño.




