Cuando tenía seis años y escuché por vez primera la palabra olimpiadas, quedé convencido que ese era el nombre que recibían los juegos por los cinco brillantes aros entrelazados: cinco Oes-limpiadas. Hoy he vuelto a recordarlo, preguntándome que habrá pensando Peña Nieto que eran las Olimpiadas cuando designó a Alfredo Castillo dirigente del deporte nacional.
¿Qué resulta peor? ¿Un deportista convertido en improvisado político o un político metido a dirigir deportistas? Usted escoja. Allí están Cuauhtémoc Blanco y Alfredo Castillo para ilustrar una mala versión, en uno y otro caso, de reciclajes desafortunados en la vocación profesional.
Y desde luego que hay conversiones virtuosas. Salvador Allende era médico y José Mujica era ingeniero agrónomo. Chile perdió a un doctor y la agricultura uruguaya a un técnico, pero al dejar atrás su oficio terminaron convirtiéndose en referencias históricas para sus países.
En el caso que me interesa, Cuauhtémoc y Castillo, tiendo a ser menos crítico con el futbolista porque, después de todo, la naturaleza efímera de este oficio obliga a todos ellos a improvisar alguna otra vocación a partir de su temprano retiro. Al acercarse a los 40 de edad deben dejar atrás lo que fueron para reinventarse en tareas distintas a aquellas en las que tanto éxito tuvieron.
Lo que no entiendo, en cambio, es en qué forma un policía fracasado podría convertirse en dirigente de un grupo de personas dedicadas a un oficio del que no tiene la menor idea. Castillo, ex procurador de Peña Nieto en el Edomex y fiscal en el controvertido caso de la muerte de la niña Paulette, se hizo célebre por las peores razones durante su mandato como comisionado plenipotenciario en Michoacán al arranque del sexenio. Sus abusos de autoridad y su deplorable manejo del caso de las guardias de autodefensa, por no hablar de los nulos resultados en materia de inseguridad, obligaron al presidente a pedirle su dimisión.
Constituye un misterio las razones que llevaron a Peña Nieto a reciclar a este personaje designándolo director de la Conade, haciéndolo responsable nada más y nada menos que de promocionar el deporte nacional (tras un breve paso como procurador federal del consumidor). En el caso de Cuauhtémoc Blanco y su cuestionada gestión como alcalde de Cuernavaca al menos existe el atenuante de que fue elegido por los vecinos que habrán de padecerlo durante tres años. Castillo en cambio ha sido una calamidad para atletas que no tuvieron voz en su designación.
Pero Castillo en la Conade es un misterio a medias. Ya en otros casos el presidente ha mostrado su tendencia a proteger infames en nombre de la amistad o de los servicios recibidos. Allí está el caso del ex gobernador Humberto Moreira o el de Emilio Lozoya, ex titular de Pemex, que en cualquier otro país estaría siendo investigado luego de una gestión tan dispendiosa como ineficaz.
Quizá Peña Nieto le debía favores a su ex procurador. No debió haber sido fácil asumir la versión oficial en el caso de Paulette (una niña que se metió abajo del colchón para morir por asfixia). Un dictamen tan conveniente para el padre de la víctima, perteneciente a una familia de influyentes del Edomex. O quizá simplemente al mandatario le cae en gracia este abogado penalista.
Pero si quería arroparlo bastaba con designarlo titular de alguna oscura dependencia jurídica en el basto reino de la burocracia nacional. El misterio reside en su designación como responsable del deporte sabiendo que se venían encima las olimpiadas. Algo así como ir a una feria de libro sin aprenderte dos o tres títulos, por si te preguntan.
Con el manotazo sobre la Conade en víspera de unos juegos olímpicos, el presidente tenía mucho que perder y nada que ganar. De haberse cosechado un buen número de medallas, los deportistas habrían sido considerado responsables de sus triunfos; en el caso de una derrota, la miradas crítica se depositaría en los dirigentes.
Con la designación de Castillo, Los Pinos cargó en las espaldas de Peña Nieto el costo político de un fracaso en Brasil. Un riesgo tan innecesario como inexplicable.
Y si encima nos detenemos en los defectos del personaje, encontramos los elementos de una tormenta perfecta. Rijoso y conflictivo con los dirigentes de las distintas federaciones deportivas, proclive al gasto suntuario, descuidado en el uso y distribución de privilegios y prebendas (¿a quién se le ocurre dotar a la novia de una de las muy cotizadas acreditaciones y exhibirla en medio de la mayor concentración de periodistas del orbe?).
En suma, la pregunta queda en el aire ¿quién protege al presidente? (porque está claro que él no lo hace).
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