El día de mañana la atención se centrará en dos puntos; si se confirma el triunfo de Hillary Clinton (y en tal caso, por cuánta ventaja), y si Donald Trump reconoce su derrota o impugna los resultados. Conviene, sin embargo, distinguir entre impugnar judicialmente los resultados preliminares y desconocer el veredicto final. Lo primero está contemplado en las propias reglas del juego. No atenta contra la democracia electoral; es parte de ella. Muy distinto es que el fallo final, incluso tras ese litigio, sea desconocido por el perdedor. Eso no ha ocurrido jamás en Estados Unidos, lo que en parte explica su larga estabilidad política, de más de 200 años (que contrasta con la inestabilidad latinoamericana).
Así por ejemplo, en la elección de 2000 hubo elementos de sobra para demostrar que el fraude de los republicanos en Florida fue determinante en el resultado. Bush ganó los resultados preliminares en ese estado por sólo mil 500 votos, de modo que Al Gore decidió ir al litigio para limpiar la elección. La secretaria de Gobierno de ese estado (gobernado por Jeb Bush) había adjudicado como delincuentes a 90 mil votantes libres —pobres, latinos y afroamericanos— para quitarles el derecho al voto. Un gran fraude. El Tribunal de Justicia de Florida ordenó un recuento total, cuyo avance implicaba una menor distancia entre los candidatos. Cuando la ventaja de Bush era de sólo 540 votos, la Corte Suprema de Estados Unidos (con cinco ministros republicanos frente a cuatro demócratas) ordenó detener el conteo de Florida para determinar si era constitucional. Para ello se tomó el tiempo restante del recuento, justo cuando podía cambiar la tendencia a favor de Gore. Y tan tramposo fue el ardid, que la Corte ordenó que dicho fallo no sentara jurisprudencia. Algo sin precedente. De ese tamaño la arbitrariedad y parcialidad de los ministros republicanos. Pese a lo cual Gore aceptó el fallo de la Corte, sin endilgarle crítica alguna.
Pero esa tradición responde menos al talante democrático de los participantes que a la presión de sus respectivos patrocinadores (los grandes empresarios), que con razón temen la inestabilidad que pueda derivar del desconocimiento de un veredicto. Así ocurrió en elecciones dudosas desde el siglo XIX. Y en 1960, Richard Nixon fue víctima de un fraude en Chicago (realizado por las mafias aliadas a la familia Kennedy) y que fue determinante en el resultado final. Pero los patrocinadores de Nixon le advirtieron que si quería su respaldo para el futuro, aceptara el veredicto. Así lo hizo. Gore también cumplió esa regla no escrita de aceptar el fallo final, aún a sabiendas de que le habían arrebatado el triunfo fraudulentamente. ¿Qué hará Trump? Al condicionar la aceptación del resultado en el tercer debate, su coordinadora salió a paliar esa declaración (“lo que Trump quiso decir…”). El propio Trump, tras una típica provocación (“aceptaré el resultado de las elecciones… si gano”), aclaró que estaba pensando en el litigio, no en el desconocimiento del fallo final. Por lo cual, tiendo a pensar que sólo en caso de empate técnico en uno o varios de los estados “volátiles” (swing states), Trump interpondrá litigio poselectoral. Y de resultarle éste desfavorable, acataría el fallo final. Aunque con Trump nunca se sabe, pues no es político profesional. Veremos si la tradición y la historia pesan más que las ocurrencias y estridencias de este extravagante personaje.
PRONTUARIO. Morena y PRD solicitaron a la Suprema Corte incluir como causa de réplica todo tipo de afirmación que agravie a un personaje, incluso de ser verídica la información. La opinión pública y los medios cumplen en una democracia, un papel de crítica y contención a los abusos de poder y arbitrariedades de políticos y gobernantes. Dicha función quedará sumamente mermada de proceder esta modificación al derecho de réplica. Al señalar que alguien incurrió en un abuso o desfalco, aún teniendo fundamento la denuncia, se podrá replicar al respecto. Cuidado con la izquierda censora, pues eso es indicio de falta de vocación y compromiso democráticos.
@JACrespo1