Estados Unidos.- Estados Unidos entrará hoy en la dimensión desconocida, o vivirá sin ilusión un hito en su historia: situar por primera vez a una mujer al mando del país. Un hombre sin experiencia política —errático y xenófobo y con un olfato formidable para captar el ánimo de la clase trabajadora blanca— puede ganar este martes las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Con el republicano Donald Trump el viraje sería abrupto: un salto a la incertidumbre. La alternativa es la esposa de un expresidente, una veterana de la política que ofrece continuidad. La demócrata Hillary Clinton confía en el apoyo masivo de la minoría latina para convertirse en la primera presidenta.
Clinton, de 69 años, y Trump, de 70, son baby-boomers, miembros de la generación de la explosión demográfica de la posguerra. Sus coetáneos se están jubilando. Quien gane sucederá, cosa extraña en un mundo y un país que venera lo juvenil, a alguien más joven que él. Ambos son abuelos y se identifican como neoyorquinos. Aquí acaban las semejanzas.
Pocas veces en las últimas décadas se habían presentado dos candidatos tan antagónicos, con un talante, una trayectoria y una visión tan distintas. Otras elecciones ponían en contraste ideologías, pero nadie dudaba de que, ganase quien ganase, el rumbo de la primera potencia mundial no sufriría un cambio brusco. Había un hilo de continuidad.
No ocurre hoy. Trump es un magnate inmobiliario y una estrella de la telerrealidad que exhibe, como programa electoral, sus presuntos éxitos en los negocios y en la vida en general. En un año y medio ha destruido todos los precedentes de la política estadounidense. Rompiendo límite tras límite de la decencia pública o, como él llama, lo políticamente correcto, ha reescrito el manual de las campañas presidenciales. Nunca se había visto a un candidato amenazar al otro con llevarle a la cárcel, o a miles de personas coreando consignas en un mitin de un candidato de un gran partido contra una nación vecina, y socio leal, como México. Se han escuchado palabras gruesas, estos meses, palabras que nunca se habían oído en horario de máxima audiencia. Aunque pierda, llegar a las puertas de la Casa Blanca, tras derrotar en el proceso de primarias a los líderes mejor preparados y financiados del Partido Republicano, es un éxito.
Con o sin Trump, el trumpismo —la base de votantes airados porque se sienten víctimas de un sistema amañado en su contra, las damnificadas clases medias blancas que un día fueron demócratas porque este era el partido que defendía al ‘little guy’, el hombre de la calle— probablemente permanecerá.
El mensaje contra el establishment —contra las élites políticas, económicas y periodísticas— puede funcionar contra Clinton. Ex primera dama, exsenadora, ex secretaria de Estado, Clinton es sinónimo de establishment. Representa una prolongación de la presidencia de Barack Obama. Si los estadounidenses votan pensando en la alternativa entre continuidad o cambio, el republicano tiene números para ganar. Su victoria sería un puñetazo en las narices del sistema, la victoria de un novato de la política contra todo y todos, desde los jefes de su propio partido a Wall Street y a las cancillerías europeas. Si la alternativa no es entre continuidad y cambio sino continuidad y caos, entonces Trump lo tiene más complicado.
Trump ha prometido expulsar a millones de inmigrantes indocumentados y obligar a México a pagar la construcción de un muro en la frontera. Se declara admirador del presidente ruso Vladímir Putin, y quiere redefinir la alianza de EE.UU con la OTAN y los tratados de libre comercio. Celebra el uso de la tortura contra terroristas y reparte insultos a latinos, mujeres, musulmanes y excombatientes. Amenaza con impugnar el resultado si pierde. En esencia propone una redefinición de elementos centrales del contrato social de este país. En frente tiene a una progresista pragmática, una reformista que conoce mejor que nadie las palancas del poder, una mujer que desarrollaría las políticas de Obama, desde la reforma sanitaria a la regularización de los sin papeles. El problema es que, si gana, los republicanos del Congreso pueden impedir gobernar con un bloqueo legislativo permamente, como han intentado hacer con Obama.
Hay dos escuelas a la hora de imaginar qué ocurriría en caso de una victoria de Trump. Algunos creen que, por muy extremista que sea Trump en campaña, el sistema de contrapoderes funcionará y limitará su capacidad de acción. La otra posibilidad es que, con su personalidad arrolladora e impulsiva, conduzca a EE UU hacia una deriva autoritaria. Las elecciones decidirán si, después de tener al primer presidente negro, los estadounidenses ponen en la Casa Blanca a la primera mujer, una política experimentada que cuenta con el apoyo de las clases con más nivel de estudios y con las minorías raciales. O si eligen a alguien que llevará un mensaje identitario y populista a la sala de control del país más poderoso y reordenará el mapa geopolítico global. El mundo contiene la respiración.