Era una tarde plácida. Aquel día, alrededor de medio millar de mexicanos se encontraba disfrutando del buen clima. Pero la calma se rompió exactamente a las 15:00 horas, cuando un contingente de oficiales, uniformados y vestidos de civil, irrumpió en la plaza. Los policías bloquearon las entradas. Con sus típicos trajes color verde olivo, los agentes de migración iban al frente del operativo.
La multitud entró en pánico. Todo fue caos. Quienes no pudieran mostrar papeles en regla serían deportados. Los mexicanos estaban acostumbrados a operativos de la migra en lugares de trabajo, pero una redada masiva en un parque público era una cosa totalmente inédita. Los migrantes mexicanos de todo Estados Unidos acusarían el golpe dado en La Placita.
Lo anterior no es un relato futurista. Nada más lejano. Es la reseña de lo ocurrido en California el 26 de febrero de 1931, en uno de los eventos de una ola racista que marcaría a varias generaciones de migrantes en Estados Unidos, esas que padecieron innumerables abusos por la deportación masiva de un millón de mexicanos y de mexicoamericanos.
Los detalles de lo ocurrido en La Placita forman parte de Década de traición. La repatriación de mexicanos en los años 30, de Francisco E. Balderrama y Raymond Rodríguez (Decade of Betrayal, Mexican Repatriation in the 1930s, University of New Mexico Press, 2006).
La historia recogida por Balderrama y Rodríguez es abrumadora. Tras la Gran Depresión, en Estados Unidos buscaron quién pagara los platos rotos. El grupo étnico favorito de esa cacería de brujas resultaron los mexicanos.
“Deshagámonos de los mexicanos”, fue el lema que se puso de moda en toda la Unión Americana. “El mexicano siempre será mexicano”, fue otra de las denigrantes frases que se repetían.
Las detenciones se hicieron sin el menor respeto a los derechos humanos o al debido proceso. Balderrama y Rodríguez detallan cómo el gobierno estadounidense de Herbert Hoover se aprovechó de la ignorancia de la ley por parte de los migrantes, a quienes sólo en raras ocasiones se les permitió demandar por los maltratos recibidos.
Y entonces, como ahora, los detenidos no tenían para abogados, y en las cortes rara vez había intérpretes. En las detenciones se daban desde abusos verbales, golpes, amenazas hasta palizas. Todo un concierto de “métodos inconstitucionales, tiránicos y opresivos”.
Ante todo ello, los mexicanos optaban por regresar ‘voluntariamente’ a su país.
El acoso llegó al punto que los autores concluyen que “no hubo táctica sin probar ni piedra que no fuera volteada para revisar si debajo se escondía un mexicano”.
En el libro se explica que una de las tácticas favoritas para vencer las resistencias era etiquetar a quienes se protestaban de subversivos, comunistas, antipatriotas o radicales. Ello incluyó a un popular conductor de radio, Pedro J. González, que en su programa Los Madrugadores demandaba trato justo para sus compatriotas. Mediante testimonios que resultaron inventados, fue acusado de violación, enviado a San Quintín y posteriormente deportado.
Quienes contrataban a mexicanos eran acosados por masas enardecidas, pues se había hecho creer a la población que todos los males económicos derivaban de que los mexicanos se robaban los empleos, y que si se les expulsaba, esos trabajos serían para “verdaderos americanos”.
Las levas o razias a las personas que ‘parecieran’ mexicanas se volvieron tan regulares, que no era extraño encontrar a mujeres llorando en las calles tras no localizar por ningún lado a sus maridos, que ya iban en trenes rumbo a México.
Nueve décadas después, vale mucho la pena leer a Balderrama y Rodríguez. Recomendación dedicada sobre todo a los irresponsables senadores del PRD.
Twitter: @salcamarena