Cuando, en 1916, el general Francisco Villa atacó Columbus, hubo legisladores estadounidenses que reaccionaron con alarma diciendo que, si se actuaba con negligencia, Villa podía terminar dando
de beber agua a sus caballos en el río Potomac.
Esa reacción fue exagerada, desde luego, pero durante casi un siglo los mexicanos guardaron en un rincón de su corazón cierta satisfacción morbosa por el ataque de Villa a una nación arrogante e imperialista que no dudó en su momento en arrebatarnos más de la mitad de nuestro territorio.
Con el transcurso del tiempo las relaciones entre México y Estados Unidos se estrecharon y para la década de los 60 los jóvenes mexicanos de clase media comenzaron a idealizar el American way of life y a exigir que México progresara por la vía marcada por el país de las barras y las estrellas.
Carlos Monsiváis ironizaba diciendo que esos jóvenes eran la primera generación de gringos nacidos en México. La firma del TLC fue festejada por esa generación como un triunfo de la civilización frente a la barbarie y se consideró el primer paso para una integración definitiva de América del Norte.
Cuando eso ocurriera los mexicanos nos convertiríamos en conciudadanos norteamericanos.
Las acciones de Donald Trump han venido a empañar ese futuro promisorio. Atacar públicamente a los mexicanos se convirtió para este personaje en un estribillo demagógico que le permitió estimular los instintos más bajos del electorado estadounidense.
El presidente estadounidense quiere —lo dijo en el discurso de toma de posesión— redefinir las alianzas y pactos internacionales, pero esa redefinición desde el punto de vista político y operativo pretende comenzarla edificando un muro en la frontera con México. La utilidad real del muro carece de importancia (lo real es que no cambiará de manera sustantiva el tráfico en la frontera), pero el muro se ha convertido en un objeto simbólico que marca la polarización entre los dos vecinos.
Sin embargo, los ataques de Trump nos agarraron como los federales al Tigre de Tacubaya. Desde hace 10 años México sufre un proceso de descomposición interno sin precedente. Economía precaria, desigualdad insultante, desconfianza ciudadana, violencia, impunidad, corrupción, criminalidad, linchamientos, desapariciones, vandalismo y saqueos son los síntomas inocultables de este fenómeno.
El otro lado de la moneda es la “crisis de liderazgo”. Hay un enorme desconcierto en las esferas directivas de México, que no aciertan a actuar apropiadamente ante la amenaza del norte.
Vacilaciones, dudas, torpezas, limitaciones, ausencia de visión estratégica, todos estos problemas se han manifestado en esta crisis.
Los agresivos ataques de Trump merecen una respuesta firme y una reacción política vigorosa. ¿Por qué no explotar el sentimiento nacionalista y movilizar a los mexicanos para dar una respuesta política de masas? ¿Por qué no? La prudencia lleva a dudar de esos procedimientos por los riesgos
que ellos implican.
Nunca en el futuro —espero— vamos a enredarnos en una guerra contra Estados Unidos, la desigualdad entre nuestros países es colosal, pero el reconocimiento de nuestra debilidad no debe llevarnos tampoco a la pasividad y a la resignación cobarde.