Todo proceso constitucional es una batalla política y jurídica para reducir el poder absoluto, ampliar los derechos ciudadanos e incrementar su participación efectiva en las decisiones públicas. Ese es el espíritu de la Carta de la Ciudad de México, resultado de un largo itinerario de consultas y de una Asamblea Constituyente caracterizada por el genuino consenso entre las fuerzas partidarias y sociales, del que por desgracia están huérfanas las decisiones del gobierno federal.
Los avances son considerables y ofrecen la pauta para edificar una nueva constitucionalidad en el país. Las acciones y controversias que la impugnan provienen, primordialmente, del Ejecutivo de la Unión. Intentan eludir el artículo 41 de la Constitución Federal respecto del ejercicio de la soberanía del pueblo de la ciudad para definir su régimen interno. Niegan también las facultades residuales concedidas a las autoridades de las entidades federativas por el artículo 124 constitucional. Parecen ignorar el principio de progresividad consagrado en el artículo 1º constitucional.
La Suprema Corte encara el mayor reto de su historia contemporánea, pero tiene también una oportunidad inescapable para reafirmar su independencia e imparcialidad, tanto como para alentar un nuevo federalismo y un constitucionalismo contemporáneo en todo el país. Algunas resoluciones del máximo tribunal no han servido para alentar la evolución democrática del régimen de gobierno. Así su decisión de 2014 que negó la posibilidad de someter la reforma energética a consulta popular bajo el pretexto de que se trataba de una cuestión de “ingresos”.
La Corte es por definición original un órgano federalista y de ninguna manera podría concebirse como un brazo judicial del centralismo. Desde la fundación de la República la integración del máximo tribunal se concibió como una expresión de la voluntad popular. En la Constitución de 1814 su composición dependía del único Poder Supremo que era el congreso. En la carta de 1824 sus integrantes eran propuestos por las legislaturas de los estados, quedando a cargo de la Cámara de Diputados el cómputo para la mayoría absoluta. En 1857 se determinó que la elección de los ministros sería semejante a la del Poder Ejecutivo, esto es popular e indirecta en primer grado. Según el texto de 1917 los ministros eran designados por el congreso con base a las propuestas de las legislaturas de los Estados. No fue sino hasta 1928, a propuesta de Álvaro Obregón, que se suprimió la inamovilidad de los ministros y se asignó al Ejecutivo la exclusividad de las propuestas mediante un sistema de ternas.
La Corte tiene hoy la ocasión de recuperar, por decisión propia, su tradición republicana y de contribuir al equilibrio de soberanías en que se funda el Estado mexicano. Los artículos 39, 40 y 43 constitucionales interpretados conjuntamente permiten afirmar, según Arnaldo Córdova, que “no puede hablarse de un solo pueblo, sino al menos de 32 pueblos”. Es falso que los Estados no estén facultados para incorporar en sus constituciones figuras que no estén incluidos en la Carta Federal. Ejemplo palmario es el juicio de amparo introducido en Yucatán en 1841, que fue incorporado 16 años después a la Constitución Federal. Además, a partir de los inicios de la transición, la Corte ha resuElto positivamente, en casos relevantes, la adopción por diversas entidades de normas estatales que no aparecen en la Carta Federal.
Los tratados y convenciones internacionales de los que México forma parte han sido suscritos en representación de todas las Entidades y no sólo del gobierno nacional; por ello el derecho convencional integra un bloque de constitucionalidad obligatorio para todas las autoridades y órdenes de gobierno, como lo ha reafirmado la jurisprudencia de la Corte.
Su responsabilidad es mayúscula, ya que hasta la fecha ningún poder originario ha sido controvertido judicialmente. Si la Asamblea Constituyente de la Ciudad se caracterizó por prácticas de transparencia sin precedentes, bajo el principio de parlamento abierto, sería consecuente que los debates y decisiones de la SCJN estuviesen sujetos a la mirada de la opinión pública. Nos permitimos sugerir un ejercicio de Corte abierta que permitiera la audiencia pública, fuera permeable a los “amicus curiae” y al seguimiento puntual de la sociedad interesada. La Corte estÁ llamada a salir airosa de esta prueba democrática.