Tengo un amigo que jura que tener 52 años de edad, a pesar de que todos sabemos que ya cumplió 60. Pero lo dice con tal convicción que terminamos por pedirle una explicación: “los 8 años que viví con Martha no fueron vida”, respondió, “esos no cuentan”.
He vuelto a recordar la anécdota tras una semana infernal en la Ciudad de México en la que buena parte de las horas transcurrieron en cruceros inmóviles, periféricos embotellados, calles cerradas. Y volví a recordarlo en los largos insomnios que provoca todo ruido que pueda ser asociado con una alarma de temblor. Y, en efecto, me pregunto al igual que mi amigo, si debería restarle a la semana, al mes o al año, los muchos instantes acumulados en los que la vida se pasmó contemplando un semáforo inútil o mirando sin ver el techo oscuro de mi habitación.
Escuché decir a alguien que desde el temblor no puede entrar a un edificio sin pensar si volverá a salir de él. Y yo concluí que tampoco eso era vida. Sobre todo si para llegar al edificio que tememos se derrumbe se debe recorrer durante 55 minutos un trayecto infame que tampoco es vida.
En alguna ocasión cité en este espacio el experimento de las ranas que pueden dejarse morir en una olla puesta al fuego lento porque nunca advertirán el punto en que la cocción ha comenzado a ser letal. Su capacidad para tolerar la incomodidad del hervor creciente les condena a morir. Por el contrario, una rana que es echada a un cazo con agua hirviendo saltará de inmediato para ponerse a salvo.
La capacidad de los seres humanos para tolerar y sobreponerse a situaciones adversas es admirable. Resistir y adaptarse es un rasgo que define (y explica) la sobrevivencia de la especie. Claro, hasta que el destino nos alcance, si damos fe a las muchas visiones distópicas y pesimistas sobre el futuro de la humanidad. Pero incluso mucho antes que eso, habría que preguntarnos si el empobrecimiento de la calidad de vida es algo a lo que tengamos que adaptarnos o si hemos comenzado, cada uno de nosotros, a perder trozos de existencia aún sin notarlo.
El temor a ser asaltado, la corrupción interminable, dar por hecho el “hoy no hay” o la ineficiencia contumaz, vivir con el Jesús en la boca por un dictamen que asegura que el edificio no tiene daño estructural pese a las venas abiertas en sus paredes, hacer sesenta minutos en un trayecto que antes tomaba veinte. Soportar el deterioro de la vida diaria porque “las cosas son así”. Ranas que han pasado del agua tibia a la caliente sin notar que la vida ha comenzado a ser invivible.
Una capacidad de adaptación que opera en contra nuestra. Pero las cosas no tendrían que ser así; no es un designio de los astros ni una sentencia de la naturaleza. El centralismo brutal de la vida nacional es una inercia evitable; la dictadura del automóvil y la miseria de nuestro transporte es producto de políticas públicas obtusas; la corrupción y la ineficiencia se alimenta de nuestra desidia; la fragilidad de los edificios es reflejo de la irresponsabilidad y el abuso; la inseguridad en las calles deriva de la ausencia del Estado de Derecho y la impunidad, prohijadas ambas por el deseo de las élites de mantener sus privilegios.
Para que exista el abuso reiterado se necesitan víctimas que toleran ser abusadas; normalizar la ignominia o adaptarse a una calidad de vida degradada es una forma de mutilación gradual y progresiva. Los sesenta minutos se convertirán en ochenta, la contaminación prohijará bronquitis cada vez más frecuentes, la inseguridad en las calles nos hará rehenes de la tele, de la compu, de Netflix, de la realidad virtual y demás inventos por venir y los parques desiertos producirán niños adictos a los videojuegos. Porque, no tengamos duda, no hacer nada frente a esta descomposición simplemente nos condena a que las cosas empeoren, a que el agua caliente hierba, a seguir mirando semáforos sin esperanza y a pasar noches en vela. A un malvivir interminable.
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