Desde su alta tribuna, el ministro aseguró: “Se ha afirmado que ‘el país nada en ríos de ilegalidad’. No es sólo que las autoridades no hagan cumplir las leyes. Es que los ciudadanos tampoco están dispuestos a acatarlas” (Reforma, 06/02/18).
Desde esa óptica, México se encuentra prisionero de un círculo vicioso: los gobernados ven a sus autoridades no sólo como incapaces de hacer cumplir la ley, sino como quienes encabezan su violación. Por otra parte, los gobernantes se defienden señalando que, entre los quejosos, no hay quien pueda tirar la primera piedra porque con mayor o menor frecuencia, ellos, los ciudadanos, cotidianamente violan la letra o el espíritu de muchas leyes.
Si en este país, y por una característica de la cultura dominante, resulta que todos somos culpables de corrupción -“la corrupción es cultural”, aseguró Enrique Peña Nieto (proceso.com.mx, 08/09/14)-, entonces individualmente nadie es realmente culpable. Y como los elementos centrales de la cultura cambian con lentitud, pues no queda más que tener paciencia y esperar a que pasen varias generaciones antes de que se diluya ese feo rasgo de nuestra manera de ser. Claro, hay otras maneras de enfocar el problema.
El México actual es resultado del violento choque entre las civilizaciones originales y Europa, choque que dio como resultado tres siglos de subordinación colonial. Ese marco legal -las Leyes de Indias- fue el maridaje forzado de la legalidad prehispánica -usos y costumbres de la enorme mayoría- con normas europeas, resultado de la peculiar experiencia histórica española. Los códigos legales de entonces no emergieron, como en el caso de otras sociedades, de la propia experiencia y voluntad de la sociedad. Fueron impuestos y de cumplimiento relativo. De ahí,
entre otras cosas, el famoso “se obedece, pero no se cumple”.
Tras la independencia, los liberales mexicanos buscaron imponer partes sustantivas del código napoleónico a una sociedad que, en su mayoría, estaba lejos de poder y de querer asimilar como propia una visión legal forjada por experiencias muy ajenas, como la Revolución Francesa o la rápida marcha de la globalización capitalista.
Tras la República Restaurada y su transformación en el Porfiriato al final del siglo XIX, la lucha por imponer la “modernidad legal” se topó con muchos tipos de resistencia individual y colectiva. Para los resistentes, varios aspectos de esa legalidad eran, en la práctica, una amenaza a ciertas formas de vida acostumbradas, de ahí que buscaran no acatarlas, violarlas, reinterpretarlas a su conveniencia o negociarlas, como, por ejemplo, el servicio militar, las leyes contra la vagancia y el juego, el pago de impuestos y, principalmente, los cambios en la propiedad y posesión de tierras, bosques y aguas (Romana Falcón, El jefe político, El Colegio de México, 2015).
La Constitución de 1917, producto de la Revolución Mexicana, fue un esfuerzo por hacer que las normas legales estuvieran genuinamente ligadas a los intereses y prácticas de la mayoría. Sin embargo, muy pronto la utopía revolucionaria se transformó en un sistema político autoritario, en una economía básicamente extractiva y excluyente y que dio por resultado una sociedad profundamente desigual, injusta, oligárquica. En buena medida, y como resultado de lo anterior, la legitimidad del nuevo pacto social se vio minada y las instituciones debilitadas,
particularmente las jurídicas y las de supervisión sobre el manejo de los recursos públicos. Una atmósfera de impunidad generalizada se asentó en la vida pública.
En la quinta y última Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas levantada por la Secretaría de Gobernación (2012), a la pregunta “¿Qué tanta confianza tiene usted en las leyes mexicanas?”, el 67.56% de los encuestados respondió que poca y el 12.80% de plano dijo que ninguna. Y en relación a: “¿Qué tanto confían en los jueces?” en una escala de cero (nada) a 10 (mucho), un 7.65% eligió el cero, la mayoría -el 63.72%- se situó entre cinco y ocho, y apenas el 3.73% en el 10 (encup.gob.mx/en/Encup/Quinta_ENCUP_2012). Uno puede aventurar que hoy los índices de desconfianza son aún mayores.
La corrupción en México siempre ha sido notable, pero a partir de ese festín de escándalo e impunidad que fue el alemanismo (1946-1952), el fenómeno se agravó e institucionalizó al punto que hoy México tiene el primer lugar en Latinoamérica en materia de la población que paga sobornos por servicios a los que tiene derecho (51%), (Transparencia Internacional, Las personas y la
corrupción: América Latina y El Caribe, Berlín, 2017, p. 15).
La experiencia de Guatemala, donde dos ex presidentes están en prisión por corruptos, nos da idea del tipo de camino que podríamos tomar para convertir en meros arroyos nuestros “ríos de ilegalidad”. El factor determinante es una fuerte y creciente movilización social que obligue a “los que mandan” a rehacer el marco institucional. Esa presión en el país vecino llegó al punto que su gobierno buscó y encontró fuera de sus fronteras -en la ONU- al Hércules (un fiscal externo) que limpiara los establos de Augías.
En México, la presión ya está. No vendría mal aprovechar el cambio de gobierno para también acudir a la ayuda del exterior y enfrentar de manera radical nuestro problema “cultural”.
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