McAllen, Texas.- Su llanto es estremecedor, es con sentimiento que a ratos se paraliza por un largo suspiro.
Es el llanto de un niño centroamericano en el Centro de Procesamiento y Detención Migratoria en McAllen, conocido como “La Bodega” porque hasta hace menos de cuatro años eso era, una bodega.
Se llama Mario y con sus manitas redondas parece querer romper la cerca de alambre que lo aísla del mundo.
-¿Por qué lloras? “Porque no está mi mamá”, platica con llanto entrecortado.
Mario es uno de los muchos niños, cuya madre seguramente ha pedido asilo en Estados Unidos. Separarlos es parte del proceso, pero sólo es temporal, en unos días volverán a estar juntos.
Este domingo, a varios reporteros se nos dio la oportunidad de visitar el centro de detención migratoria, fue una visita relámpago, pero suficiente para darnos una idea de lo que ahí ocurre.
Entramos por un pasillo, a mi derecha está el cuarto A-104 (Prosecutions). Caminamos por un piso, tan gris como las paredes, el pasillo nos lleva directo al lugar donde procesan a los extranjeros.
Afuera, la humedad es excesiva, el sol implacable y la temperatura muy cercana a los 100 grados F, pero la sensación térmica es mucho mayor.
Dentro de la bodega, la temperatura es fresca.
Hay más de mil inmigrantes, hombres, mujeres, niños; la mayoría cubiertos por mantas de aluminio, de esas que se usan en emergencias y sentados o acostados sobre colchonetas del color verde, que usan los militares.
Los inmigrantes tienen frío, en sus países el calor y la humedad son el común denominador, muchos nunca habían estado en un lugar climatizado.
Los extranjeros aguardan en cuartos hechos con malla ciclónica.
Hay de dos tipos, uno donde son procesados y otros donde aguardan las 72 horas, el plazo máximo en el que pueden estar en un centro como este.
Gerardo Guerra es el encargado en turno, nos dirige por el lugar, que es amplísimo.
La primera celda, es para jovencitas de 10 a 18 años de edad. Gladys es una de ellas, tiene 13 años. -¿Cómo estás?- le pregunto. “Tengo frío”, contesta.
Una de sudadera gris, no me ve con buenos ojos, se voltea y se tapa la cara con el gorro.
Son casi las 13:00 horas y la mayoría aún están dormidos, vencidos por el cansancio y el mal comer, desde su salida de Centroamérica.
En las siguientes celdas, hay mujeres o madres con hijos pequeños, contrario a ellas, hay dos celdas de puros chicos. Los mayores tienen 17 años; los menores cinco.
A la izquierda, existe una isla poblada de agentes vestidos con camisas polo, negras, y los tradicionales trajes verdes de la Patrulla Fronteriza.
Hablan por teléfono, consultan datos, entrevistan a los migrantes sentados sobre bancos de acero, color gris. Ahí parece que todo es gris, hasta el ánimo de los inmigrantes, arrancarles una sonrisa, no es sencillo.
Un niño, tal vez de tres años, se aferra a los brazos del padre que quiere ponerlo en su regazo, después de un par de rabietas, el niño gana.
Es ese el lugar donde los agentes toman los nombres de los extranjeros y las huellas digitales.
Los que tienen prioridad, son los menores que llegan solos, a ellos les verifican actas de nacimiento, para cerciorarse que se trate justamente de los legítimos portadores, debido a la gran cantidad de fraudes e impostores.
Al seguir caminando, hay una escalera. Los supervisores están arriba y poco después, están las “jaulas” de los varones que llegan sin niños. Para ellos hay 10 celdas, mientras que para las mujeres solas o con niños, son cuatro.
La bodega es justamente un gran almacén, donde hay lo necesario para atender a cientos, ahora miles de inmigrantes.
Pañales, “pepitos” (biberones), toallitas húmedas para limpiar bebés, jugos, comida, ropa interior color blanca, calcetines, calcetones, sudaderas color gris y camisetas color naranja, leche en polvo, papel higiénico y jugos de sabores.
Cada una de las celdas, como la 108, tiene en la parte trasera su baño y, a un lado, un lavabo para lavarse las manos y un bebedero. “Agua potable” en español y “Potable Water”, en inglés, pero este domingo, la 108 tenía un contenedor anaranjado, con agua.
“No tenemos agua”, gritan para llamar la atención de los medios. “No nos dan de comer”, pero luego sabemos que comieron a las 12:00 horas.
Apresurado, camina un agente con guantes color celeste y cubre bocas.
Derecho, está una mesa con 10 teléfonos negros. “Es la mesa de los Cónsules”, me explica una gente. En una bolsa de plástico, se lee un nombre: Reyes Sauceda.
Gracias a esos 10 teléfonos, los inmigrantes pueden ponerse en contacto con sus familias.
Más adelante, hay un contenedor con varias cajas de jugos de cuatro colores: naranja, amarillo, azul y rojo.
-¿Todo bien?- pregunto a un grupo de mujeres. “Sí”, contesta una, las otras observan curiosas a la reportera.
El ruido del gigantesco aire acondicionado, que por tubos amarillos lanza el aire con el que “la bodega” se mantiene fresca, me recuerda que me falta poco tiempo.
-“Ándale Reyna”- un sonriente agente me apura.
Poco más adelante, hay una sala especial de puros jovencitos que pronto saldrán de “la bodega”.
“Prevent the Spread”, advierte un anuncio que se refiere al riesgo de contraer piojos, liendres, varicela, bichos y enfermedades con las que a veces llegan los extranjeros.
Se acerca el momento de salir.
-“Ileana Hernández”- grita el agente.
Una mujer embarazada, con una blusa a rayas, levanta la mano.
“Eva Suárez”, otra a punto de dar a luz.
Antes de salir, veo a un robusto agente de G4S, la empresa contratista que apoya a Border Patrol, vestido con su uniforme gris (otra vez el gris), saboreando una Whataburger,
con un refresco en un vaso de hielo seco, de rayas blancas y naranjas.
“La bodega” parece un gran hotel, tal vez no es el más cómodo, pero sí el más seguro, barato y fresco.