En las horas siguientes al proceso electoral del domingo, empezó a quedar a la vista el saldo general de la jornada: el priismo, como fuerza política largamente dominante, está
muerto, ha desaparecido del mapa político de México y sobre todo en Tamaulipas, casi quedó enterrado.
Después de la alternancia y el arribo del panismo al poder, recibe el segundo golpe demoledor, esta vez fulminante si atendemos que el PRI ha quedado relegado en un tercer lugar en toda la competencia electoral.
Sobre la debacle hay varias explicaciones y aunque la única cierta y valedera es que el PRI con sus excesos de corrupción y negligencia al gobernar se ganó a pulso el rechazo ciudadano, no hay que olvidar que hubo un punto de quiebre que marcó el principio del fin.
Tras el recrudecimiento de la violencia y la muerte de Rodolfo Torre en el 2010, se empezó a perfilar Tamaulipas como un estado ingobernable, en poder de la delincuencia, con sus instituciones en crisis y con una sociedad civil aplastada y diezmada por el crimen organizado.
El Gobierno de Felipe Calderón se montó en esta realidad y ahondó la crisis de la clase política que dominó Tamaulipas por más de 80 años, cuando desató la cacería de los exgobernadores.
Con las indagatorias abiertas contra encumbrados tamaulipecos, llegó la sucesión de Calderón por el priista mexiquense Enrique Peña Nieto.
Ahora se sabe que desde que comenzó el nuevo gobierno, el círculo cercano al Presidente Peña Nieto empezó a madurar la idea de deshacerse de Tamaulipas; sabían que restablecer la gobernabilidad en ese territorio era casi imposible y políticamente irredituable.
Ayudó a esas voces la inexperiencia política del gobernador tamaulipeco Egidio Torre, quien desde su primer intento fracasó en el propósito de colarse en el primer círculo de la política nacional. Luego, para rematar, vino la etapa más catastrófica con la postulación de Baltazar Hinojosa como el candidato que el PRI eligió para suceder a Egidio.
Desde que Baltazar recibió la encomienda de ser candidato y que el PAN postuló a Francisco García Cabeza de Vaca, se anticipó que el PRI tenía sus días contados en el poder. Y es que a Baltazar lo cegó la soberbia y mostró en su campaña un sorprendente desconocimiento sobre la tragedia que ha vivido el Estado; de tal manera que Cabeza de Vaca le pudo ganar con una votación sorprendente e indiscutible.
Todavía pudo el PRI conservar reductos de poder: los ayuntamientos de Tampico, Victoria y Matamoros, las diputaciones federales y el control de las delegaciones del gobierno federal.
Pero ahora lo ha perdido todo. Ha desaparecido del mapa del poder, se ha quedado sin diputados federales de mayoría, con tan sólo seis alcaldes de municipios escasamente poblados. Hasta sus candidatos a senadores fueron arrumbados en un tercer lugar en las votaciones.
El mapa político que empezó a cambiar en el 2016 todavía le reservaba espacios. Con esta elección quedan únicamente dos fuerzas políticas: Morena y el PAN que compitieron de manera parejera en la elección federal.
No hay en el futuro nada que haga suponer la resurrección del priismo. De hecho muchos de sus cuadros son ahora la élite estatal de Morena y algunos de sus operadores terminaron al servicio del PAN.
Es otro Tamaulipas y así hay que verlo. Pero sobre todo es otro México, el priismo que fue invencible por décadas ahora está en liquidación y su final dramático se acelerará después del primero de diciembre cuando Enrique Peña Nieto deje el poder y se inicie la era de López Obrador.
Difícilmente habrá reversa en la recomposición política que vive el estado. Tal vez sea ésta la gran oportunidad para que las cosas cambien definitivamente y se dejen atrás las rémoras y los vicios que pervirtieron la vida pública en Tamaulipas.