No vamos a descubrir el hilo negro cuando afirmamos, como muchos tratadistas lo han hecho, que la democracia y la política concebidas por Aristóteles en el siglo V a.C. no fueron pensadas para las sociedades que conviven con dificultades dos mil 500 años después.
La Grecia de entonces poco tenía que ver con el mundo global de hoy, orillado a vivir con velocidad supersónica. Pero ya desde entonces el pensamiento aristotélico legó a la humanidad un valioso modelo de lo que debía ser la mejor forma de gobierno: la democracia, y la mejor herramienta para alcanzarla: la política.
Avizoró Aristóteles, por ejemplo, a una sociedad pequeña, dominada por la clase media, y que una distribución justa u homogénea la mantiene a distancia de querellas o guerras absurdas. Pero el gran filósofo iba más allá: cómo abrir espacios suficientes para las sociedades de una ciudad o de un Estado. En suma, el espacio social.
Otra característica de la lección de Aristóteles, cuando ahonda en la herramienta política, es el uso del lenguaje en los seres humanos. Cito de su libro La Política: “El por qué sea el hombre un animal político, más aún que las abejas y todo otro animal gregario, es evidente. La naturaleza (según hemos dicho) no hace nada en vano; ahora bien, el hombre es entre los animales el único que tiene palabra”.
Viene a cuento este preludio aristotélico para hacer un modesto y respetuoso llamado a la reflexión, amable lector, particularmente en estos días que anticipan una importante transición, a la luz de los resultados electorales del pasado domingo 1° de julio.
Acaso el logro más importante de México, después de los traumas sociales que significaron sucesos históricos como la Conquista, la Independencia, la valiente defensa de la Reforma juarista y la Revolución de 1910, es nuestro sistema democrático. Con aciertos enormes y todavía dolorosas deficiencias, pero finalmente perfectible, los mexicanos tenemos el privilegio de vivir en una sociedad democrática y con gobiernos surgidos de esa democracia.
No ha variado un ápice la idea que convergía en Aristóteles (y en Platón), de que el objetivo más importante del Estado es garantizar el bienestar de los seres humanos (el Estado de Bienestar, al que nos referimos hace unas semanas), al igual que el predominio de valores éticos y principios morales.
Añado: la mejor forma de gobierno en toda democracia tiene, cual ingeniería a prueba de terremotos, poderosas columnas que la sostienen: las instituciones. Y la más importante de estas instituciones es el Estado de derecho. En una democracia es imposible desmembrar estos elementos.
El vertiginoso desarrollo global también alcanzó a México, con logros y desafíos.
Muestra de esos logros la tenemos en universidades, en ciencia y tecnología, en comunicaciones modernas. Como también encontramos desafíos en el avance desigual de nuestra sociedad: aceptemos que ese avance será lento y difícil mientras mantengamos el rezago social que representan más de 50 millones de compatriotas en estado de pobreza.
En esta desigualdad estriban las fallas de nuestra imperfecta democracia y de nuestro aún deficiente sistema político. De unos años a la fecha, esas fallas han acarreado señalamientos severos contra la mejor herramienta de la democracia: la política y quienes a ella nos dedicamos con genuino espíritu de servicio.
Hora es de que nos esforcemos por restaurar la brecha que nosotros mismos hemos abierto entre la sociedad y la política, para darle mayor funcionalidad a nuestra democracia.
Es indispensable poner mayor empeño en la restauración del quehacer político implícito en cada uno de los poderes republicanos y democráticos que tenemos: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial.
Particularmente el quehacer de quienes el 1° de septiembre y el 1° de diciembre, respectivamente, asuman en el Congreso de la Unión, en las legislaturas estatales, así como en el Palacio Nacional, la delicada responsabilidad de fortalecer nuestra transición democrática.