Lo cité en el Café Rey, de Reynosa, Tamaulipas. Domingo por la mañana. Mis ojeras eran más grandes que mi desvelo. Mi barba de dos semanas, blanca, espinosa, hacía brotar a borbollones mi depresión. Traía en mi nariz, como pedazos de lodo, el olor de Reina. Quince días de mal comer y mucho beber, me provocaban un incesante temblor de manos. Mi estómago, estragado, como si hubiera comido trozos de madera o tiras de lija, no estaba en condición de exigir y menos recibir alimento.
Como no había pasado en décadas: no sabía qué chingados hacer.
Pensé ir a buscarla.
Arrodillarme ante ella.
Suplicarle un regreso, que yo veía sencillo.
-Un amor macizo, aguanta todo-pensaba
Con paso gallardo, soberbio, marcial, llegó el Capitán.
Mi hígado amenazó con estallar.
“Calma,” me dije.
Respiré hondo y recibí a quien me había arrebatado a Reina.
-Siéntese Capitán.
-Gracias señor.
Silencioso el soldado. Esperó tranquilamente a que iniciara el diálogo. Finalmente yo era el de la invitación. No se me ocurrió otra cosa para romper el hielo:
-¿Café?..
-No-dijo.
Como lo estaba viendo, me vi dos décadas atrás: joven, seguro de sí mismo, perfectamente afeitado, traje verde olivo, sin una sola arruga. Zapatos inmaculadamente lustrosos. El peso de la derrota, oprimió mi espalda. Comprendí entonces, la partida de mi amada.
-¿Por qué Capitán?..
-¿Por qué no le pregunta a ella?..
Sentí hervir mis mejillas.
-Se lo estoy preguntando a usted.
-No creo ser la persona indicada para responder.
-Yo creo que sí Capitán.
Pidió un té el soldado.
Yo ni el vaso de agua podía beber.
“Debo decirle algo señor. No soy hombre de palabras. No podría explicarle cómo ocurrió, ni cómo decidió mi Tesoro, seguirme. Lo que le puedo decir, es que ella estará en lugar seguro y se le respetará siempre,” dijo.
De mi boca, áspera, seca, no pudo salir réplica alguna.
Me parecieron contundentes las razones del Oficial.
Se despidió cortésmente cuando, mis ojos enrojecidos por el insomnio amenazaban ser arrasados por unos desbordantes lacrimales. No me dio la mano. Creo que pensó que se la dejaría tendida.
-Adiós señor-dijo, lanzando un billete de cinco dólares sobre la mesa.
-Adiós Capitán-dije.
El mesero, vio desde la caja la escena. Intuía que algo pasaba con su cliente. No se acercó; quedó sorprendido, de cómo el sexagenario desaliñado, desfajado, lanzó por varios minutos su mirada a la nada.
La novia del Capitán, estaba en el departamento de él. Una chica, le hacía manicure y recortaba el cabello.
Echó una mirada a su teléfono inteligente. Más de 30 llamadas perdidas del Constructor; con un diestro movimiento de sus dedos, bloqueó el número de donde provenían.
Se concentró en la lectura de una novela del español Pérez-Reverte.
El Capitán llegó a las 6 de la tarde a su vivienda. Se quitó su atuendo militar y entró a la ducha. Salió vestido de civil: camisa azul, pantalón kaki, zapatos cafés, saco gris.
-¿Terminaste Tesoro?..
Ya en las últimas, respondió la dama:
-Sí amor. Casi lista.
-Ponte el vestido verde Tesoro-pidió el Capitán.
-Eso haré amor.
La chica, salió como una dama de boda real: vestido verde, de seda, reloj Cartier y una sinuosa víbora de oro con ojos de esmeraldas, que subía enredada del tobillo como buscando su rodilla.
-Vámonos Tesoro. Reservé en La Fogata-dijo.
Entraron haciendo voltear a todos los comensales.
“Hacían muy bonita pareja,” dijeron quienes los vieron.
En un rincón, a cuatro mesas de distancia, Armenta, dejó de comer su cabrito. Limpió en su pantalón la grasa de las manos y puso sus ojos en el Tesoro del Capitán…