Con frecuencia la distribución del ingreso es presentada como un pastel cuyas rebanadas se reparten entre los distintos grupos sociales: trabajadores, campesinos, empresarios, burócratas.
Al gobierno le corresponde una porción que le permita ejercer tareas de seguridad, justicia, inversión en infraestructura, servicios de salud y educación. Otra de sus tareas, de la mayor importancia, es la de redistribuir el ingreso cuando el mercado genera extremos de inequidad y exclusión.
Ejemplo de redistribución son la respuesta del gobierno de Francia ante la revuelta reciente de la clase media: suspendió el aumento al precio de la gasolina, elevó el salario mínimo y redujo impuestos a los ingresos inferiores a dos mil euros mensuales. O en el caso de España, el incremento del 22 por ciento al salario mínimo. Son decisiones redistributivas que no ocurren por cálculos meramente técnicos o automáticos, sino a la lucha política de esos pueblos, sea en las calles o en las urnas.
En México las últimas elecciones dieron un mandato redistributivo al nuevo gobierno que se expresa, hasta el momento en el ámbito de la administración y el gasto públicos. Hablo de las reducciones salariales de la alta burocracia y del cambio de prioridades en las grandes inversiones públicas.
Reasignar el gasto público de los altos salarios a transferencias sociales es claramente conflictivo. Incidir más adelante en el reparto del ingreso nacional mediante medidas como subir el salario mínimo, elevar la captación fiscal de los grandes capitales o garantizar la rentabilidad de la pequeña producción rural será aún más conflictivo.
En los últimos 36 años se redistribuyó fuertemente el ingreso: disminuyeron los salarios reales de manera no solo relativa, sino absoluta; se abandonó y disminuyó la rentabilidad del campo al punto de la expulsión de millones; quebró la mayor parte de la mediana y pequeña industria con fuertes repercusiones en el empleo. Era el costo, se dijo, de abandonar el paternalismo e ingresar a la modernidad. Fue muy caro y condujo al modelo neoliberal a un callejón sin salida.
Ir en contra de esas tendencias es la decisión ciudadana y hacerlo demanda una estrategia bien pensada que minimice el conflicto y haga crecer el poder de negociación de las mayorías.
Es más fácil un nuevo reparto del ingreso cuando el pastel crece. El estancamiento crónico de las últimas décadas hizo que el enriquecimiento de la minoría tuviera que ser pagado con empobrecimiento generalizado y la ausencia de un mercado interno que sustentara un crecimiento dinámico.
La redistribución demanda acompañarse de crecimiento. Quedarnos en la mera redistribución justiciera sería no solo un error, sino una estrategia económica y políticamente inviable. Ese fue el gravísimo error de Venezuela.
El neoliberalismo prometió que un crecimiento determinado por el mercado traería bienestar para todos. Estados Unidos, Francia, España y muchos otros países, como el nuestro, prueban lo contrario.
Por otra parte, la vía del crecimiento neoliberal, basado en privilegios al gran capital transnacional e interno, amenaza estrangularse al menor intento de modificar la distribución del ingreso. Un riesgo que la nueva administración trata de manejar con pinzas evitándole pérdidas a los inversionistas de contratos existentes; prometiendo que no habrá nuevos impuestos y limitando el endeudamiento público. Todo lo cual reduce la capacidad rectora del estado que resulta indispensable en esta transición.
Pareciera que estamos en un laberinto sin salida. Afortunadamente no es así. La salida es plantear la justicia en la distribución del ingreso como motor del crecimiento. Que las transferencias sociales operen como demanda efectiva de la producción interna. Pero de nuevo, no cualquier producción, sino la de bienes y servicios de consumo mayoritario.
Tenemos un sector gravemente abandonado y deteriorado, pero con un enorme potencial para operar como un potente motor económico, social y político en favor de la transformación emprendida.
Es un motor que puede reactivarse sin grandes requerimientos de capital porque ya cuenta con las capacidades necesarias; que generaría mucho empleo y los bienes y servicios adecuados al bienestar mayoritario.
Se trata del sector social de la producción. De hecho, un conjunto de sectores y grupos sociales excluidos de la estrategia de crecimiento neoliberal, del mercado globalizado y de los canales de comercialización modernos. Se trata de empresas, ejidos, comunidades, talleres, pequeños productores urbanos y rurales que operan a tan solo una porción de sus capacidades, pero que no han sido destruidos y pueden ser reactivados.
Reactivar al sector social requiere comprenderlo no desde una definición obsoleta basada en la forma de propiedad (ejidos, comunidades, cooperativas) sino, de manera amplia, por su función social (supervivencia de los excluidos), por su potencial y por su orientación productiva.
En el sector social se localiza una enorme riqueza. Para reactivarlo basta reconectarlo a mecanismos de mercado particularmente apropiados. Para que florezca hay que empezar regándolo con demanda efectiva. Y existe una que es altamente modulable; la que generan las transferencias sociales. No se reactiva con capitales, sino con una reorientación de la política social concertada con los productores y consumidores sociales en sus auténticas formas de expresión. No al entramado de organizaciones a modo creadas por funcionarios de escritorio de cada entidad pública.
La ruta más viable para re-partir el pastel económico es reconstruir y aliarse con el sector social de la economía, como lo prevé la Constitución.