Guardo desde mis épocas de estudiante y de joven funcionario una relación estrecha con la Universidad de Guerrero, no sólo por la red de profesores de derecho constitucional que he contribuido a promover, sino por la relevancia histórica y simbólica de Chilpancingo. Desde hace muchos años he abogado por la formación de un nuevo Congreso Constituyente de corte federalista, mediante la concurrencia y participación efectiva de los congresos de los estados de la unión y de la Ciudad de México. La cuestión es sustantiva: ¿desde cuándo las entidades han dejado de tener una influencia definitoria en la vida del país? A partir del ciclo revolucionario se articularon corrientes regionales en el gobierno de la nación, consecuencia de las victorias militares y de las combinaciones políticas. Predominaron a lo largo del proceso Coahuila y Sonora. Esto es Francisco I. Madero, Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Adolfo de la Huerta.
Si bien en la Soberana Convención Revolucionaria -a la que acudieron todos los bandos en contienda- se planteó un Congreso Constituyente, al final predominó la idea de reformar la Constitución de 1857 con modificaciones que crecieron mediante el debate y el análisis de los problemas verdaderos del país. Destacaron personalidades de gran aliento como Heriberto Jara de Veracruz, Francisco J. Múgica de Michoacán y Pastor Rouaix de Puebla. Sin embargo, las circunstancias de cada época desde la Constitución de Apatzingán han impedido la celebración de un Congreso fundacional en el que las entidades federativas –como tales- tengan el rol principal, como si en ese acto decidieran federarse –el caso de Chiapas en 1824-.
Hace 12 años lance en el Congreso de Chilpancingo la iniciativa de convocar a los congresos de todas las entidades y desde luego a las dos cámaras del congreso nacional para celebrar un Constituyente federativo, esto es, la primera Carta Constitucional propuesta genuinamente por los Estados de la Unión. En una República plana esas ideas parecen subversivas o cuando menos utópicas. No obstante, el país está maduro para una Cuarta Transformación, que a cada quien corresponde interpretar y cumplir. No olvidemos que el espíritu reformador hoy viene del sur y del sureste –como en el nacimiento del liberalismo de Juan Álvarez-, lo que corresponde a un cambio de la correlación de fuerzas a nivel nacional y mundial.
Hemos recordado que en el caso de México la idea misma de soberanía aparece en la Constitución de Apatzingán: “el derecho incontestable a establecer el gobierno que más le convenga, alterarlo, modificarlo y abolirlo”, “por consiguiente, la soberanía reside originariamente en el pueblo, y su ejercicio en la representación nacional”. Lo que se debatía entonces era la autodeterminación de los pueblos, no de un sólo, lo que es un concepto teórico más que una realidad. El maestro Arnaldo Córdoba solía decir que México tiene cuando menos 32 soberanías. De otro modo seríamos un Estado Federal falsificado.
Es pues al mismo tiempo Chilpancingo la cuna de la soberanía y del federalismo mexicano. En el debate esencial entre Morelos y López Rayón, los dos partidarios de la Independencia, se planteó el origen de la soberanía. Si la heredárabamos o la inventábamos. La tesis de Morelos fue implacable: estaban creándola ya que su origen no podía ser la Colonia Española, porque “la conquista no da derechos. Fue sólo una larga usurpación”.
Merced a una invitación del Gobierno de Guerrero hace poco más de 10 años, tuve el honor de encabezar un grupo de trabajo dirigido a elaborar una nueva Constitución para el Estado. Tuvimos algunos éxitos, pero también muchos sinsabores. La palabra precursores tiene varios significados. Rara vez son bien tratados por su tiempo y a lo mucho los menciona la historia. Los contenido que discutimos en el ámbito del Estado de Guerrero, acabaron nutriendo la Constitución de la Ciudad de México. Probamos que puede haber una Carta local distinta a la Constitución Federal, tanto en su sistemática como en la adopción de los tratados y convenciones internacionales. La Suprema Corte nos dio la razón y abrió la posibilidad de que las constituciones de los estados ya no sean una copia al carbón de la federal, sino creaciones originarias que concreten el principio de la soberanía popular.