Desde el primer día de su gobierno, de lunes a viernes, el Presidente ha ofrecido conferencias de prensa a primera hora del día. Es un ejercicio sin precedentes en el país y raramente observado en otros países democráticos.
Usualmente, los presidentes y otros líderes políticos limitan su aparición en conferencias de prensa a ocasiones especiales o coyunturas particularmente críticas. Y no es de extrañarse. En un país democrático con una prensa suficientemente libre e independiente, cualquier mandatario podría verse fácilmente arrinconado ante los reiterados cuestionamientos de los periodistas.
Tan solo por eso, las conferencias mañaneras del presidente son un avance democrático que merece ser reconocido.
Por otro lado, una cosa muy distinta es el contenido sustantivo, el valor informativo o la calidad de las respuestas ofrecidas por el Presidente. Esta puede variar en gran medida de un día a otro, o de un tema a otro, pero también dependerá en gran medida de la calidad e insistencia de las preguntas que se le hacen al Presidente.
Sería difícil negar que el Presidente es un comunicador hábil. Sin embargo, esto no quiere decir que sea un comunicador veraz o que no incurra en falacias o evasivas recurrentes. Entre los cientos de preguntas que ha intentado responder durante sus conferencias de prensa y otros tantos discursos, cada vez se hace más evidente que el presidente confunde —ignoro si consciente o inconscientemente— los conceptos de transparencia, derecho de réplica y libertad de prensa. En esta ocasión comentaré tan solo algunos ejemplos de semanas recientes.
El 10 de abril pasado, el Presidente sugirió en su conferencia de prensa matutina que “sería interesantísimo” que el periódico Reforma revelara la fuente del borrador de la ya famosa carta que el mandatario había enviado al Rey de España.
El argumento detrás, en sus propias palabras, era que “ayudaría mucho que, en aras de la transparencia, que es una regla de oro de la democracia, el Reforma ayudara y dijera quién le entregó el documento. Pero también si no quieren, no tienen obligación, es su derecho a mantener su fuente, pero ¿por qué no lo podemos decir?”
Hay dos problemas con esta declaración. El primero, y más importante, es que el derecho a reservar fuentes de información es un aspecto fundamental de la libertad de prensa y la libertad de expresión, ambas, por cierto, reglas de oro de una democracia constitucional.
El segundo es un error de argumentación. Si el principio de transparencia en verdad es una regla de oro para el Presidente, ¿por qué no ha revelado él mismo el contenido de la controversial carta?
En su argumentación, el Presidente omite que el nivel de transparencia y veracidad exigible para los funcionarios públicos debe ser mucho mayor para los funcionarios públicos que para los medios o periodistas. Esperar lo contrario iría, de nuevo, contra la libertad de expresión y el derecho a la información.
Consideremos ahora del derecho de réplica. De manera reiterada, el Presidente ha manifestado que en su gobierno se respetará la libertad de expresión y que no habrá censura. Por ejemplo, el 15 de abril pasado afirmó que se garantizarán “las libertades, diálogo circular, debate, cuestionamientos con respeto y mensajes de ida y vuelta. (…) los medios sí pueden desacreditar al Presidente y el Presidente no se debe de defender, se tiene que quedar callado.
Eso sí no. Voy a ejercer mi derecho réplica siempre, con respeto.”
Esta respuesta comete dos errores. El primero de ellos es colocar a los medios y al Presidente en el mismo nivel de exigencia y libertades. Aunque al Presidente y a muchos políticos no les guste, poder descalificarlos es parte de la libertad de expresión de cualquier ciudadano. Si un medio desacredita injustificadamente a un político, toca a las audiencias decidirlo.
Si bien el Presidente de la República tiene derecho de réplica, descalificar a los medios o periodistas que lo cuestionan con ataques ad hominem inhiben el debate público y atentan contra la libertad de prensa. El gobernante debe responder con argumentos y evidencia, no con insultos. Cuando el político insulta, es porque se ha quedado sin argumento.