Max Ávila
*El columnista es autor de las novelas “Erase un periodista”, y “Rinconada, la historia prohibida del maestro Ricardo”, además Premio Nacional de Periodismo 2016.
Entre las cosas que al que aquí escribe interesa dar a conocer a la brevedad, se encuentra un libro de cuentos donde se identifica con algunas vivencias e historias escuchadas en cualquier rincón de su ya largo trajinar por el mundo.
Son pedazos de vida recogidos aquí y allá que el autor espera pronto vean la pública luz y el juicio efímero de amigos y críticos ocasionales.
Por supuesto, es un esfuerzo personal, ante la ausencia de un proyecto integral que aliente la cultura y despierte el interés masivo por los valores del espíritu, donde solo hay que responsabilizar a las circunstancias.
El siguiente es uno de tales cuentos y sugestivo título, base de otra novela a punto de concluir.
“SI ME DICEN EL LOCO”
“Los veo a todos sin ver a nadie.
Algunos me regalan monedas y las recibo por curiosidad. En verdad no se para que sirven, prefiero comida que en veces recojo de los depósitos de basura, pero no siempre sabe bien, mejor la que regalan en casas o la que desperdician en tiendas, aunque puedo pasar días sin comer. No me importa, desde hace mucho que las cosas del cuerpo dejaron de importarme.
A veces siento frío o calor o nada. Es mi vida de vagabundo desde que decidí un mundo nada más mío. Y si la felicidad es caminar hacia donde sopla el viento puedo decir que soy feliz.
Antes tenía amigos y hasta familia.
Les hablaba de la intención de dejarlo todo y comenzar lo que realmente sería mi vida. Decían que estaba loco que jamás lo haría y eso me ponía triste, hasta que un día desaparecí sin dejar rastro.
Recuerdo que apenas recogí una gorra de esas de beisbolista, el bastón que por ahí dejó mi madre antes de morir, que por cierto no supe ni donde quedó, una chamarra porque era invierno. Y nada más. ¡Ah!, esa tarde me siguió “el káiser” el viejo perro con el que llegó mi padre unos diez años atrás y que según dijo, se lo habían regalado en la cantina de don Atenógenes que solía frecuentar casi todos los días y de donde muchas veces fui por él cuando no se podía sostener de borracho.
Esa tarde no caminé muy lejos, regresé por el libro de poemas que mi madre me regaló cuando estudiaba la secundaria y a pesar de que lo aprendí de memoria, aun lo llevo.
Aquí está entre los cartones que uso para dormir. De vez en cuando lo abro, recorro sus páginas y encuentro la imagen de mi madre que parece llorar al verme en tan pobres condiciones, yo le hablo, le platico que así me siento bien…que soy un hombre feliz, que solo necesito el calor del sol y viento, mucho viento para sentir que vuelo.
Me hace mucha falta. Le pido me diga dónde está para ir a buscarla. Quiero que me lea otra vez los cuentos para que durmiera. Quiero besar sus manos, como lo hacía cada noche y decirle que la extraño mucho. Quiero escucharla reír de mis locuras que no compartía pero aceptaba: “Ya entenderás que el mundo y la gente no son como uno quisiera”, repetía, mientras yo le acariciaba su hermoso pelo blanco que le caía sobre los hombros.
Era una buena mujer. La última vez que la vi tenía color de cera, dijeron que estaba muerta, que le había fallado el corazón quedando quietecita en el sillón que usaba para tejer y donde muchas madrugadas la encontré esperando mi regreso.
La quise mucho, creo que fue la única amiga que me entendió. Pero ya no está, se fue, se esfumó…no existe más.
Ahora que camino sin descanso no me importa lo que hacen o dicen los que pasan a mi lado. Lo que me gusta es caminar, alejarme a la soledad del campo, recorrer carreteras que parecen no terminar, llegar a lugares desconocidos y en el primer rincón acurrucarme con la esperanza de no despertar más…Ir sin rumbo, sin que me asuste la noche, ver el amanecer, disfrutar la lluvia, sentir como golpea mi cabeza y quedarme quieto bajo el chorro que cae de cualquier azotea.
Y cuando el sol aparece colocarme bajo la sombra de los árboles en las plazas públicas. Ellos son mis amigos, como son mis amigos los perros que me siguen hasta que se cansan y se van como llegaron, como si se aburrieran de ir hacia ninguna parte.
Con ellos también platico y solo me ven con esa ternura y hasta parece que hablan de su mundo tan propio como el mío… los entiendo, ellos también escogieron la libertad y a su modo la defienden. De los perros me queda la triste mirada que aprecio como un rasgo de hermandad. Hay que ver los ojos y sus gestos para encontrarle significado a la vida.
Cuando era parte del mundo tuve uno. Quizá no lo quise mucho, tal vez él tampoco, pero cuando murió sentí que se iba parte de mi alegría. Fue antes de que llegara “el káiser” que no lo suplió porque entendió que en eso de los sentimientos quien marca primero marca para siempre.
Sigo caminando, siento frío.
Ya encontraré donde pasar la noche. Aquí está bien, parece una casa abandonada. Es lo bueno, siempre hay lugares donde solo viven fantasmas y almas perdidas que buscan con quien platicar.
Los oigo y las siento.
Eso me gusta.
Estoy otra vez en familia”.
Hasta la próxima