Si algo describe escrupulosamente a las ciudades, son sus personajes. En ciudad Victoria, vienen a mi mente María la Barca y la Güera, dos mujeres que desafiaron la moral de sus respectivas épocas y retaron con insolencia y valentía a una sociedad mayoritariamente conservadora y mojigata. La primera, era una famosa madrota que regenteó memorables burdeles capitalinos; la segunda, era una monumental joven, rubia, con tranco de modelo y nalgas africanas, que recorría las calles victorenses ofreciendo su cuerpo y sus hechizantes caricias.
Doña María, hablaba parlanchinamente, aderezando con altisonantes palabras diálogos que a los parroquianos parecían jocosos. No le importaba si sus clientes eran albañiles, trabajadores del henequén o altos funcionarios de gobierno.
Muy probablemente, la presencia de esa fauna trasnochada la ponderaba por el tintineo de su caja registradora y no por sus orígenes socioculturales. Pobres y ricos, igual coincidían en un ejercicio democrático y nada clasista: comprar amor ¬–sexo dirán los más descarnados– en su establecimiento.
Como por una varita mágica, la Barca, había delineado en una sociedad cerrada, antidemocrática, gazmoña, victoriana, clerical, el acto más democrático y sublime en su establecimiento: la cogedera, como ejercicio liberador de la concupiscencia y la lujuria.
La Güera, era otra vaina.
Nadie logró saber su nombre.
Como el adjetivo que se transformó en su nombre de pila indica, no hablaba. Al parecer, –es una conjetura de quienes la conocieron– había nacido con esa peculiaridad. Algunos se atreven a asegurar, que su problema, era originado por la sordera.
Nunca se escuchó algún norte, del porqué de su mutismo.
Era fácil, entenderse con ambas.
-–¿Cuánto por aquella dama?–preguntaban a la Barca.
–50 pesos–respondía.
Y listo.
A la Güera, había que entrarle con el lenguaje de señas.
Ella, escupía desesperados vocablos guturales sin significado mientras sus ojos destilaban angustias. A los usuarios, les valía madre la discapacidad del espectacular monstruo: tetas sobradas, coronadas por sonrosados pezones, cintura menuda que se desparramaba en una cadera carnosa y resbalaba sobre unos glúteos que parecían revestidos de blanca seda.
Los hombres, le mostraban el índice y el pulgar formando una herradura, con la boca hacia arriba.
Era la forma de preguntarle al hermoso animal:
–¿Cuánto?–
Ella, exponía sus manos abiertas, con sus diez dedos. Cada movimiento, eran diez pesos. Enseñaba sus palmas cuatro veces: 40 pesos; cinco veces: 50 pesos.
María, un día se cansó de la intensa vida que llevó por años. Y regresó al pueblo que la vio nacer en el Bajío. La Güera, el tiempo y el fragor de tanta batalla nocturna, vio menguar sus atributos de diosa. Se dice, que es una feliz abuela y reside en alguna colonia popular de la región.
Ese feminismo de ambas, que reclamó para sí el orgullo de sus oficios –acaso profesiones, por la ética y los saberes que ejercitaron– forma parte inseparable de la sociedad victorense. Puso en el espejo, a un grupo social que en el día operaba como un discreto y eficaz burócrata; y en la noche, se expresaba como el sujeto cuyo desenfreno apenas era el ápice de una corrupción que aún en estado larvario –luego otros funcionarios, la desarrollarían a extremos pantagruélicos e imperiales– vivía en el cuerpo mayoritario de los gobernantes.
María y la Güera, no sólo desnudaron a más de medio Victoria…
…también, le quitaron la máscara.