No cabe duda, Dios los hace y ellos se juntan. En la vida hay eso, de que uno mismo busca la pared con la cual rascarse. Y al perro más sarnoso el sol le sabe. Hay parejas por eso realmente insoportables.
Nacieron el uno para el otro y ni quien no salve al resto de cristianos que solemos andar por ahí por esos lares. Y dos mitades no tienen otra elección más que juntarse. Pero uno qué culpa tiene.
El mundo estaba muy contento y tal vez conforme, hasta que nacieron ellos para echarlo todo a perder y aparte se matrimoniaron.
Les dicen la pareja ideal y de que nacieron tal para cual. Si uno de ellos andaba perdiendo, en el último momento, antes del silbatazo final, fue en ese momento en que se ganó el partido, en el momento en que se vieron a los ojos.
Sus miradas se anclaron como las de dos sapos que no tienen otro remedio más que enlodarse, en este caso arrejuntarse.
De él sé que se llama Bernabé y de ella nomás sé que le dicen la mujer de Bernabé, como en la película.
Cuando se vieron bien a bien a la cara, no se mataron nomás porque Dios es muy grande. Me cae de a madre. Se cayeron gordo desde lejos. Ella pensó “ojalá nunca me presenten a ese baboso”, y él ni siquiera se había tomado la molestia de mirarla, más bien la evitaba como si con sólo verle se enfermara o le daba una especie de alergia.
Después de la primera cita ella se fue a su casa. Y como si estuviera en una película gabacha de los ochenta confesó a su padre que estaba en una relación. El bato-su padre-, que ojeaba un periódico antes de meterse al baño, ni siquiera la peló. Ella se fue a su cuarto como se hace en este casos en que tu padre te ignora y quieres suicidarte a las diez de la mañana y sin almorzar.
Él, Bernabé, también se había ido a su casa, pero entre algodones luego de que la viera a los ojos y ella desde algún lugar de su cuerpo, que no de sus ojos que se le extraviaron, le había dicho un “sí quiero”.
Total que se casaron, o nomás se juntaron como se dice, y todo mundo apostó a que tanto Bernabé como su mujer no llegarían muy lejos.
Desde que se casaron ella tendió una muralla entre sus casas y las de sus vecinas y les dijo que no quería camote. Se conocía tan bien, que prefería guardar la distancia entre ella y sus vecinas culeras. Sabía que tarde que temprano les partiría en la madre de ser necesario como siempre ocurría.
En cambio Bernabé llegó al barrio saludando a medio mundo, pero al siguiente mes ya nadie le hablaba. De un mamón y de un mantenido no lo bajaban desde que se dieron cuenta que este bato a parte de feo no le gustaba el jale. No como a uno. Este bato se dedicaba con bastante esfuerzo a llevar y traer a su vieja que trabajaba en una tienda cerca del mercado.
Se acostumbraron a verlo en bermudas y patas de gallo. Sacando al perro “Solovino” a pasear al parque a las dos de mañana, única hora en que nadie se la haría de pedo. Salir y llegar de nuevo con su mujer, y en el patio arreglar un viejo abanico que nunca pudo.
Las vecinas envidiaban a la mujer, pero todavía no sabían por qué. Por mientras había que escucharle la boquita de verdulera y esperar que enseñara el cobre. Lo que trajera. No trae nada dijo un chiquilla. Y pasaron los años.
A los dos meses, la mujer de Bernabé había destrozado la muralla que la separaba de sus vecinas y una noche con piedras en la mano fue y quebró todos los vidrios de las casas y les gritó que allí estaba. Las estaba esperando. Ya peda.
Lo último que hizo Bernabé fue tirar la basura donde no está la esquina para calentar el barrio, llevarse de encuentro dos piezas de pan que nunca fueron de él dejadas arriba de la mesa, orinarse de adrede afuera de la taza que se compartía la raza, quedar tendido en el patio como si estuviera muerto. Y lo estaba.
HASTA PRONTO