En la apuesta social por abrir una etapa renovada de los asuntos públicos, no bastó que políticos jóvenes desplazaran a sus viejos compañeros de partido de los principales cargos directivos de la política española.
Vaya la manera que tiene la clase política española de envejecer su utilidad a pasos acelerados. Si durante los últimos años, arrinconados por los casos de corrupción del Partido Popular y el desgastado liderazgo de Mariano Rajoy, que aguantó años de mandato en medio del escándalo, los españoles deseaban el surgimiento de un relevo generacional que diera dinamismo y efectividad al gobierno de ese país; la investidura fallida de Pedro Sánchez como presidente deja ver que la política ibérica se resiste a abandonar las formas parlamentarias del descrédito y la falta de acuerdos.
En la apuesta social por abrir una etapa renovada de los asuntos públicos, no bastó que políticos jóvenes desplazaran a sus viejos compañeros de partido de los principales cargos directivos de la política española —la edad de los dirigentes actuales del PSOE, PP, Ciudadanos y Podemos está entre los 38 y los 47 años, frente a los 63 con los que Rajoy dejó el poder—. Tampoco fue suficiente que la ciudadanía fragmentara aún más la representación parlamentaria, en el experimento democrático de avanzar hacia escenarios incluyentes que obligan a tejer con mayor fineza el acuerdo.
La sociedad quiso darle la vuelta a la página de la parálisis dando por muerto al bipartidismo que dominó al sistema desde su transición a la democracia en 1976, pero paradójicamente la polarización de la clase política la trajo de nueva cuenta al callejón de la inestabilidad que ofrece un presidente en funciones incapaz de conformar gobierno tras la elección general del pasado 28 de abril, tal y como en su momento le sucedió a Mariano Rajoy por un periodo inédito de 10 meses en 2016.
Peor aún, desde hacía mucho tiempo no se daba un mandato electoral tan claro a la izquierda de establecer un gobierno de corte progresista y, teniendo todo el margen en el Congreso para acelerar el cambio en las políticas públicas, desperdiciaron la oportunidad al echar por la borda parlamentaria gran parte del capital político ganado en las urnas, producto de la improvisación y la desconfianza.
Primero. La desconfianza entre socialistas y podemitas —que en conjunto tienen a 165 de los 176 diputados necesarios para conformar gobierno— impidió no sólo presionar mediante un bloque unificado a otros partidos minoritarios para conseguir los nueve votos faltantes, sino, además, al final, las principales fuerzas de izquierda acabaron votando diferenciado en la investidura fallida de Pedro Sánchez, con el voto a favor de PSOE y la abstención de Podemos.
Segundo. A pesar de la representación mayoritaria de la izquierda en el Congreso, la desconfianza extrema entre PSOE y Podemos hizo que Pedro Sánchez estuviera más ocupado en gestionar, de manera unilateral, la abstención de la derecha a fin de alcanzar el umbral mínimo necesario para conformar gobierno, que en limar asperezas con sus aliados naturales.
Tercero. La impericia de Pablo Iglesias fue manifiesta al querer imponer su voluntad en la definición de gabinete mientras su partido, Podemos, es apenas la cuarta fuerza electoral del país y, en comparación con los comicios de 2016, vio disminuida su representación parlamentaria en 40% de los escaños.
Cuarto. La improvisación del líder socialista quedó al descubierto cuando se presenta a una sesión de investidura, sin transparencia absoluta sobre la conformación de gobierno que propone a la Cámara y alentando un gobierno de minoría, donde su gobierno quedaría sustentado por los 123 escaños de su partido y la abstención de gran parte del resto de las fuerzas políticas representadas.
¿En qué momento pensó que la derecha moderada lo iba a dejar pasar, cuando la posibilidad de tener una nueva convocatoria a elecciones conlleva mayores riesgos para una izquierda incapaz siquiera de ponerse de acuerdo?
La ausencia de gobierno impide la discusión de presupuestos y pone en riesgo la provisión de recursos públicos a las familias que más lo necesitan, sin duda un escenario contrario a los principios de la izquierda progresista. De no rectificar rápido, Pedro Sánchez encontrará solo la respuesta a la interrogante que planteó desde la tribuna ante el fracaso de su investidura: ¿de qué sirve una izquierda que pierde incluso cuando gana?