Yo crecí entonces como el árbol, siendo la rama abierta, la hoja que cae, la otra que se queda para separarse en el aire, el tronco común que soporta el desmadre. Fue al oriente en la colonia Azteca si quieres que precise. El río San Marcos en tiempos de lluvias es el yacusi de chicos y grandes, el resto de año pertenece a los marranos.
Quiero la historia de un árbol que creció torcido, y un ave aprovechó su rama para hacer su nido. Junto al río sobre los juncos.
Por lo pronto está una mañana para leer los diarios junto a la mesa de un padre que llena crucigramas y algunas preguntas, dos ventanas al norte y al sur en esta puesta en escena y dispuesta la merienda, con madre y todo, el par de juguetones niños que comparten su día de vacaciones y todo iba bien. El vecino tiene la tele muy fuerte el sonido. Recuerdo que un día estuvieron a punto de atropellarlo.
Esto quisieras: Una escuela pública, una maestra buena de ojos grandes que descubre despacio al muchacho hace apenas unas horas, y el bigote incipiente de él, la lucha armada todavía entre sus juguetes y el papel de la amiga que le propone una tarde, una cita. Y no entiende. Muchos años después te arrepiente.
Creces viendo cómo se oxida tu vieja bicicleta a la intemperie en el patio. La mirada de la niña aquella que viste toda tu vida de lejos y ya casados, cada uno por su parte, sabes dónde vive y toda la cosa, así ocurre siempre. Y un día ya grande encuentras un cacharro de lo que un día fue tu plato enterrado en un jardín. Y la vida sigue como quien dice.
Escuchas la música por mientras, vas al juego, y se corrompe esta realidad y a pedradas los jóvenes aventurados quebraron el parabrisas y vete a esa otra parte, a donde haya una grieta, un bache donde guarecerte sin ver con Sor Juana “sois la ocasión de lo mismo que culpáis”. Los jóvenes corren perseguidos por el libre 17 y se pierden en la sombra de las calles al sur de la ciudad, al poniente, al oriente.
Nunca sabrás a ciencia cierta quién derribó el árbol que sembraste con tu padre en el límite del patio, si la soledad mató el producto de las aves que no volvieron a verse en el centro de la ciudad, que de a poco olvidaste.
Apenas ves afuera y te cambiaron el equipo local y nadie pidió un cambio, y se secó el río, la luna esa de enero se empañó de luces, luminarias de la nueva estación de gasolina que te trajo de noche, el ruido y el silencio que le sigue a la llegada de un tráiler en la madrugada frente a una Escuela Secundaria y un Oxxo y una Guadalajara frente a frente.
En la confusión alguien vendió el vecindario y vivimos en la periferia, y quería un árbol pero el desarrollo de los ricos arrasó con todo para efectos del negocio que es vender la tierra de nadie, que debió ser del ave, del correcaminos en extinción, de la liebre, la tusa, la cascabel, la víbora prieta y miles de animales que perecieron en su lucha contra la causa local.
Yo crecí entonces como el árbol, siendo la rama abierta, la hoja que cae, la otra que se queda para separarse en el aire, el tronco común que soporta el desmadre, al oxígeno, el bióxido de carbono, el ácido ribonucleico, la neta del planeta, la sombra, la madera olorosa, el fruto, la casa de madera, el escritorio de la vieja maestra, el muro, el pizarrón, el crucifijo, el retablo, la balsa del sálvese quien pueda de esta patria.
Quise bastante a ese árbol durante la infancia hasta la adolescencia en que lo cortaron.
Ante la devastación del silencio, la ruta permitida es esta voz que reclama en el desierto. Blues: música para acallar el ruidoso silencio. Entre la banda que canta las rolas en la calle, se habla de la historia de un árbol que creció torcido.
Desde aquí se puede ver entre el humo un perro al fondo de la calle. Su queja va más a allá de cualquier ladrido. La base de estas casas se humedeció con las lluvias. La noche es larga y triste como otras veces.
HASTA PRONTO