Al llegar a Laquempan era como un pueblo fantasma, todos o más bien los pocos habitantes que aún vivían ahí se encontraban escondidos en la sombra. Caminé entre las calles empedradas buscando mi recuerdo. Había años tan calientes en Laquempan que las casas se agachaban buscando sombra. Escuché como los habitantes del pueblo entre gritos y susurros decían “¡Un fuereño, un fuereño!”, y de pronto se armó el alboroto. Empezaron a sacar mesas, colocando sobre éstas collares, pulseras, llaveritos, comida. Para acabar pronto, había de todas esas cosas que son innecesarias cuando uno solo va de paso a buscar un Recuerdo.
Resultó que el viento además de ser mal hablado tenía razón, el pueblo está bien pinche feo. Todo Laquempan era color estiércol. Después de caminar tanto, pensé que era mejor ir primero a refrescarme a la cantina, porque prostituta, sacerdote y cantinero nunca faltan hasta en un pueblo olvidado, y el Recuerdo ya no se podía ir más lejos. Pedí señas para llegar a la cantina, no fue difícil encontrarla, lo difícil fue tratar de evitar esas miradas de los Laquempenses tan penetrantes que hasta te desgastan la piel. Pedí una cerveza y un mezcal. Me sentí nuevamente observado, casi incómodo. No, realmente me sentía incómodo por culpa de un anciano borracho, panzón, de cachetes colorados. Y el cantinero, bigotón. Las únicas dos personas sudorosas que estaban ahí.
–¿Y no platican entre ustedes? –pregunté molesto alzando mi cabeza.
–Pues ya se nos acabó la plática, señor –me dijo el cantinero–. ¿Qué esperaba?, si hace nueve años que no pasa nada en Laquempan, pero siendo sincero, estamos esperando a que se vaya para platicar de usté.
Me ganó la intriga. –¿Qué pasó hace nueve años?
–Aquí antes era un pueblo minero, todas estas tierras que ve así de secas, antes brillaban de verde. Un día se acabó la plata y todos salieron disparados, hasta el alcalde tuvo una fuerte pelea con el viento porque ya nomás pasaba una vez por semana y lo único que traía era polvo, se indignó tanto el viento que ya nunca más quiso volver a pasar. Laquempan se estaba muriendo, señor. Así que cuando apareció el Recuerdo evitó que cayéramos en el olvido.
–¿Es difícil encontrar al Recuerdo?
–Mmm –miró el reloj– por la hora ha de andar en la plaza.
Bebí rápidamente el último trago de cerveza y azoté el caballito de mezcal en la barra. Le lancé unas monedas al bigotón pero cuando estaba a punto de salir, me gritó.
–¡Pérate!, que a esta hora anda platicando con Genaro, y el pobrecito siempre le platica su misma pena al Recuerdo. Si viera que bien se le da escuchar.
–¿Pues, qué tanto le puede pasar a Genaro en este pueblo? –le dije indignado.
–Ah, pues –tenía ganas de platicar el cantinero– hace mucho tiempo, imagínese que don Eulalio –el cantinero apunto al anciano que ahora se le saltaban los ojos– aún era un crío.
–¡Sí! –dijo don Eulalio respondiendo como borracho– yo era un crío. Un día llegó el Diablo, no al que apodan el Diablo, sino el mero Diablo. Había llegado a sus oídos que aquí en Laquempan había alguien que se creía más cabrón que el mismo demonio y pues se dejó venir. Y aquí andaba paseándose el Diablo, no el mero Diablo sino al que le apodábamos el Diablo y usted se podrá imaginar porqué.
–Mejor se lo cuento yo –me dijo el cantinero, don Eulalio seguía hablando pero ya no le prestamos atención–. Pues ahí tiene que llegó el demonio, Satanás, muy altanero en busca de aquel que le apodaban el Diablo, se le plantó en su cara y cuando apenas se disponía a reclamarle, le soltaron tres bofetadas y lo mandaron a chingar a su madre. Lo que más le dolió al Diablo, al verdadero Diablo, no fueron las bofetadas que le pusieron, fue que le recordaran que no tenía madre y para no causar confusión entre la gente y no hacer enojar de nuevo al que le apodan Diablo se cambió el nombre, ahora es un pobre diablo llamado Genaro.