Por Rigoberto Hernández Guevara
Por años, los hermanos Fidencio y Delia Medina Garza vivieron en un carro.
Era un Cutlas blanco, después uno celeste como el cielo, después otra vez blanco. Todo el mundo los vio dando vueltas por Ciudad Victoria. Hicieron de su carro su casa, teniendo muchas casas, terrenos y negocios. Su vida fue de lo más extraordinario que se pudo observar en la tranquila ciudad.
Fue una historia familiar propiamente dicha, aunque con la intervención de los negocios, pronto de hizo pública.
No se sabe bien qué hizo que esta pareja de hermanos perdiera la cordura y pasara de la comodidad de sus hogares ricos a la aridez de las calles. Algún incidente familiar, una amenaza quizás, nunca se supo, pero de pronto los hermanos comenzaron a denunciar amenazas y persecuciones, acusando a los grupos locales de porros de hostigarlos y amenazarlos.
Este sentimiento creció mientras pedían protección al gobierno, por lo que- según ellos, por su seguridad- se negaron a regresar a su casa para vivir en el carro y así poder escapar fácilmente de sus posibles captores.
La gente cree que nunca fueron niños, que siempre estuvieron igual como se les miraba en las calles, pero cuando uno platicaba con ellos sabía que eran como niños extraviados. Ella, de rostro bonachón, impecablemente peinada al estilo clásico hizo que por eso la gente de Victoria le apodara “moñitos”.
Eran buenas personas, con la sencillez de quien viene de abajo. Los hermano Medina: Fidencio y Delia Medina con su mueblería y Juan con su tienda de ropa. Con eso, eran ricos en este pueblo y nos tenían endeudados a todos parejos. No nos cobraban, nos dejaban caer solos. Sabían que si no pagabas pronto los necesitaríamos. Y así fue por años.
Cuando cerraron, nadie fue a tocar las puertas para pagar y se quedaron los montones de tarjetones con los nombres de la mitad de los ciudadanos, como si fuera el padrón electoral.
Procedentes de Cruillas, mucha gente cuenta la leyenda de cuando los Medina vendían huaraches por las calles. Pero unos años después nos vendían a los victorenses casi todo con lo que nos tapamos nuestras vergüenzas. Pantalones, camisas, camisones, uniformes, cazones y toda clase de ropa interior.
Muchos no nos hubiéramos vestidos como andábamos con los pantalones acampanados si no hubiera existido “La Economía” en el 15 Juárez, que era de Juan Medina. O la mueblería de Delia y Fidencio en el 13 y 14 Hidalgo.
A Dios le podías deber la vida, pero la ropa se la debías a los Medina. Y también los muebles y hasta la mujer con la que te casabas, te casabas si el crédito para el vestido te alcanzaba.
En el 15 Juárez tuvieron su negocio por muchos años. Ya olvidé cuántos, para mi que ahí estuvo siempre, hasta hace años que lo abandonaron, pues sus descendientes se dedicaron a otros giros y tal vez a resolver el intestado.
Uno pregunta, y hay gente muy grande que se acuerda de ellos. De cuantas puertas tenía el negocio, que si un alto y robusto mostrador, y la exhibición de ropa por todas partes, las tarjetas amarillas, el olor.
Juan Medina tenía ropa, pero Fidencio vendía los muebles a la ciudad entera. Ahí llegaron las primeras teles de colores. Las Magestic y las Admiral, las Philco y las General Eléctric. Todas con su antena exterior de flechita, que apuntara a donde estaba ubicada la estación repetidora. Cuando había viento había que subirse a moverle. Muévele a la tele, te subías, la arreglabas y cuando bajabas ya se había ido la señal otra vez, ahí quédate, te gritaban, para que terminaran de ver la telenovela y el chavo del 8.
Fidencio tenía mueblería a un lado. Entonces ahí le seguías, comprabas la ropa y enseguida la tele. Nunca acababas de pagar. Pero los Medina nunca te apremiaban ni había que tener un perro para correr a lo cobradores.
Luego que fallecieron, brotaron muchas propiedades de esta familia trabajadora. Se sabe que su principal obra fue la donación del edificio “Casa Filizola”, donde hoy se encuentra la pinacoteca.
Cuando Fidencio y Delia decidieron salir a las calles contaron la leyenda de que los querían asesinar. Y siempre había personas que los seguían, que nunca los dejaron en paz. Fue su paranoia, nunca se supo si alguna enfermedad o tal vez el amor verdadero lo que hizo que esta pareja de hermanos se amaran de verdad.
Solo ellos sabían su historia, uno nada más los veía dando vueltas en el carro por el centro de la ciudad, bajarse sólo para adquirir lo indispensable, y pronto moverse de ahí a otro sitio donde no los pudieran encontrar.
Ahí sobre el carro, una gran cantidades pañales imposibilitaba ver al interior, bolsas de comida, pues ahí comían y se sabe que en ocasiones ahí dormían, pues tenían temor de volver a sus casas.
De pronto ya nadie los vio, ni la secretaria que los veía salir a estirarse un rato, en la nostalgia de ver sus casas y no poder ocuparlas. Nadie los vio sudar adentro del coche, comer hamburguesas, comprar los pañales, las botellas de agua, qué pensarían de ellos las calles si pensaran.
Uno se resguarda donde puede ante el peligro, es natural que el miedo haga que uno se desoriente.
Ellos ante la paranoia o el miedo natural de un hecho real prefirieron evadirse. Pero se volvieron a inventar. Luego de una breve estancia en Victoria, volvieron a irse para Europa y nada se supo. La gente decía que se habían ido a Francia a casar y que fueron muy felices.
HASTA PRONTO.