En Ciudad Victoria había muchas urracas, había mas urracas que seres humanos. Atardecía nada más porque las urracas querían. Luego llovía. A mi se me hace que ellas traían la lluvia.
Te movías de donde estabas y espantabas a una parvada y llegaba otra. Hasta en la noche, cuando se volvían invisibles. Iban y venían del estadio, del Paseo Méndez subían a la loma y daban una vuelta a las calles del centro en la red de concreto y acero, en el crucigrama de alambres que cruzan la calle.
En las calles había urracas que te conocían, parecían ser siempre las mismas o lo eran. Nunca las seguí para averiguar donde vivían, dónde hacían el amor y procreaban a sus “cuervitos” de esos que te sacan los ojos. Lo supe cuando me subí a un árbol.
Los hurracos más grandes, los “tordos”…como les llaman, son un espectáculo tornasol cuando el sol se está metiendo, cuando andan cerca del agua y les da un reflejo. Son feos porque no tuvieron espejo, porque discriminamos el color negro, son feos porque así los vemos.
¿Y si las urracas fueran bonitas? ¿Qué tenía que ver la sobre vivencia de una especie con la estética? Por eso también a nadie preocupa su suerte, o que anden de indigentes en los pisos mugrosos del centro. ¿Qué les va a preocupar? ¿Pero, por qué no habría urracas blancas?
Otros pájaros han corrido mejor suerte, pero no hay que negar los días de gloria de estas avecillas negras. Los hurracos machos, los más grandes, confrontaban a los gallos en los patios más solitarios. Y no siempre perdían. Nadaban en las albercas abandonadas, en remansos de drenes pluviales que secaban sus acequias, en la espalda de una calle.
El día menos pensado no habrá urracas en Victoria. Así como tampoco hay otras aves que hubo.
Nadie los pondera, pero los hurracos, los pichones y los gorderos son los pájaros que más aguantan las embestidas del ser humano. Son, por así decirlo, nuestros pájaros urbanos. Los pájaros que dibujan un vuelo circular pero nunca se fueron, son grafitis en vuelo, rayones a lápiz, tachas, mezcla de un espejo en el agua.
Te levantas y ahí están, con una que otra compañera nueva, una paloma de ala blanca, un gorriocillo amarillo, dos mirlos breves picoteando el suelo descalzos. El piso caliente, al agua abajo de la sombra, la ciudad, el ruido activo en el oído para volar de repente, desprevenidos.
Todo el tiempo las urracas han sabido que no les gustas. No se acercan demasiado ni aprontan confianza digamos que les podamos dar de comer con la mano. Pocas veces pasa eso. Lo bueno de todo es que no hablan ni tienen manera de decir si nosotros les gustamos a ellos. No les estamos preguntando. Con soberbia pasamos por sobre su belleza cuando nublan el cielo. En el claroscuro de Rembrandt, en el manto del cielo, lo bueno es que se tomaron fotos de ellas.
Con las urracas feas y los hurracos feos nadie se molesta si les arroja una piedra. ¿Qué gachos? Uno no defiende para sí esos valores que conservan la paz y la tranquilidad adentro del cuerpo y permite que vuele libre un simple pájaro, de esos que con el pico mueven al mundo.
Espero haya salido bien la foto de la urraca, la rebelaron como antes, en un cuarto oscuro, en honor al silencio del color de las urracas, cuando el negro le gana con facilidad al color blanco.
HASTA PRONTO