Aunque desde Iberoamérica las cosas
no se ven con la minuciosidad
de las zonas en conflicto, de todos
modos hay ciertos indicios que resaltan tipos
de problemática. La nueva configuración
de sistemas de gobierno –políticos y
económicos– a veces se oculta en el esquematismo
analítico.
Para comenzar, siguiendo el esquema
de Machiavelli en el Príncipe, sólo hay dos
formas económicas de gobierno: capitalismo
y comunismo. El populismo no es una
forma en sí mismo, sino una inclinación que
sirve para cualquiera de los dos lados. En
los hechos, casi todos los populismos son
capitalistas. Los comunistas se disfrazan de
izquierdistas, pero al final terminan en la
derecha porque tienden no sólo a mantener
el statu quo conservador, sino que contribuyen
a darle legitimidad.
En México, Venezuela, Bolivia, Chile y
antes en Brasil ha habido populismos capitalistas.
Ahora, desde Iberoamérica, vemos
en España una disputa entre dos formas de
populismos capitalistas, el del PSOE y el
de Unidas Podemos. Los dos buscan fortalecer
el asistencialismo del Estado con sectores
marginados, pero sin cambiar la correlación
de fuerzas productivas. El sistema
productivo capitalista de explotación y
concentración de la riqueza sigue vigente y
el populismo sólo busca aliviar la marginación
social, no modificar los esquemas de
apropiación de la riqueza.
El debate que vemos desde el otro lado
del océano nos muestra a un partido que
no ganó la mayoría absoluta, que quiere gobernar
con el apoyo de otro sector del populismo,
que el programa común busca ser
sólo de redistribución del gasto y de castigo
a la riqueza, pero con el riesgo de provocar
una atonía de inversión privada –cuando
no invierte hasta no tener claro el panorama
fiscal– que afecta las expectativas del
crecimiento económico. El Estado populista
ni es capitalista ni es comunista y sólo se
queda en un aparato de decisiones coercitivas
que quiten a unos para dárselos a otros,
pero siempre agradeciendo electoralmente
al gobierno que reparte pero que no ayuda
a producir.
Lo que ha quedado en la historia reciente
de España, cuando menos en Iberoamérica,
fue el ejemplo de los Pactos de
la Moncloa: un acuerdo plural de empresarios,
sindicatos y Estado para salir de la
crisis, reconstruir el modelo de desarrollo y
colocar a España en el club de los países industrializados
del Primer Mundo. Hoy se
ve que ese modelo de desarrollo está agotado,
que requiere de un nuevo acuerdo multiclasista
y que el desafío no es ver quién
ofrece más para gobernar o cogobernar, sino
cómo aumentar el producto interno bruto.
La propuesta conocida del PSOE no pasa
la prueba del aumento de la producción
y por lo tanto de la riqueza, sino que se basa
en políticas asistencialistas que quitan a
los ricos para darles un poco a los pobres.
Pero el gran desafío de hoy en día no es saber
qué se le puede quitar a unos para darles
a otros –el modelo económico resumido
en La Piel de Zapa de Balzac–, sino en
acordar una modernización de la planta
productiva para aumentar la riqueza y repartir
más beneficios.
La coalición socialdemócrata progresista
UP tampoco propone un modelo de
desarrollo para aumentar la riqueza, sino
que se centra sólo en obligar al PSOE
a un gobierno de coalición basado en una
propuesta –en efecto– socialdemócrata
de mercado con Estado estabilizador
de las contradicciones agudas riqueza-pobreza.
En sus principales propuestas destacan
medidas para quitar riqueza, no para
crear más.
La Unión Europea está presentando un
perfil de crisis económica basado en el agotamiento
de las posibilidades de creación
de la riqueza. Por eso los escenarios políticos
oscilan de manera pendular entre la derecha
capitalista y el populismo socialdemócrata
capitalista, es decir, entre las variantes
de capitalismo. A lo largo del siglo
XX y bastante por el peso moral negativo
de la dictadura soviética, los sectores comunistas
abandonaron la reflexión teórica
productiva para arrinconarse en la economía
de Estado que se ahogó en la corrupción
y la ineficiencia. De manera paradójica,
el comunismo de Marx comenzó en la
economía y se ahogó en las propuestas económicas
ignorantes de la dinámica de las
contradicciones productivas y no fue más
allá del control autoritario por el Estado, la
producción insuficiente y el racionamiento
de bienes y servicios.
El populismo en fase de pospopulismo
es solo un proyecto político para llegar
al poder y mantenerse por la vía de asignaciones
presupuestales a bienestar artificial
e insuficiente. En México, por ejemplo,
los sectores progresistas del PRI buscaron
consolidar políticas sociales generales –la
seguridad social, la educación, la vivienda,
el empleo, entre otras–, pero la crisis presupuestal
desde 1973 ha ido achicando su
horizonte sólo a la atención de algunas necesidades
indispensables de los más pobres,
pero sin posibilidades de reclasificación
social.
Los populismos económicos tienden al
fracaso porque no alcanzan a obtener fondos
suficientes para modificar la estructura
de la desigualdad. Por ejemplo, del 80% de
mexicanos que viven con una a cinco carencias
sociales y todos los programas juntos
apenas podrían beneficiar al 5% de los más
pobres. En cambio, ningún partido está
proponiendo medidas concretas para atender
el problema central del sistema productivo:
el 57% de los trabajadores laboran en
la informalidad, es decir, en la economía
negra, clandestina, sin controles sociales
y apenas para la supervivencia