Este viernes Andrés Manuel López
Obrador decidió tomarse el fin de
semana para descansar en su casa de
Palenque y regresar el domingo a la ceremonia
del Grito. Muchos otros capitalinos
decidieron hacer lo mismo para aprovechar
el puente pero, a diferencia del presidente,
su viaje comenzó con una nota de histeria
cuando encontraron que el camino al aeropuerto
estaba bloqueado por una protesta
de policías federales. Se trataba de apenas
un puñado de manifestantes, pero afectaron
la vida de cientos de miles en el norte
de la ciudad y muy gravemente a los que
perdieron un avión (no fue el caso del presidente).
En esta misma semana maestros
de la CNTE impidieron que la Cámara de
Diputados sesionara durante algunos días.
El miércoles comerciantes de la Central de
Abastos bloquearon durante varias horas
Palacio Nacional para impedir la conferencia
de prensa de López Obrador y una reunión
de ministros.
Habría que preguntarnos si hemos entrado
en un camino de no retorno en materia
de convivencia o falta de ella. Los capitalinos
se han acostumbrado a las incomodidades
que provocan las movilizaciones
sociales desde hace años; pero en general
se asume que constituyen eso: una incomodidad
(demora en el tráfico y todo lo que
conlleva). Sin embargo, comienza a cambiar
el tono cuando la protesta de un grupo
imposibilita tomar un avión o se impiden
tareas esenciales para la sociedad como el
derecho del Congreso a legislar o del gabinete
a trabajar.
Nadie murió ciertamente ni se causó un
daño irreversible. Todavía. Pero queda la
sensación de que la vida de las personas o
el patrimonio construido trabajosamente
por todos queda a merced de las necesidades
políticas de grupos sociales con reivindicaciones
puntuales. El único límite parecería
ser la temeridad o el sentido de responsabilidad
de los líderes. Es decir, no hay
límite. Una medida de fuerza que no da resultado
pero que tampoco es impedida (como
bloquear el acceso al Aeropuerto) derivará,
por lógica, en una acción aún más severa
o radical, sea por parte de ese mismo
movimiento o el que surja al día siguiente.
De hecho, los mismos policías que bloquearon
el viernes aseguraron que si sus
peticiones no eran concedidas tomarían el
aeropuerto para impedir el despegue o aterrizaje
de aviones. Y si la única garantía de
que eso no suceda es el sentido de responsabilidad
de los líderes sociales, estamos
perdidos: el vocero afirmó que si no obtenían
la indemnización pedida se verían
obligados a pasarse al crimen organizado.
La gran mayoría de estas reivindicaciones
son legítimas, ni duda cabe. Razones
para protestar hay todas en un país con
tantas carencias e injusticias,. El tema es
¿qué vamos a hacer para que estas protestas
no terminen por arruinar la vida de todos
los demás que también tienen otras razones
para protestar?
La impaciencia es explicable. Durante
años los grupos desprotegidos han visto
a los de arriba apropiarse impunemente
de los bienes públicos. La llegada de un gobierno
“para el pueblo” extendió la sensación
de que había llegado su turno y disparó
la exasperación. Muchos asumen que están
en su derecho de tomar por medio de
acciones particulares lo que no llegue o no
se cumpla por vía de las políticas públicas.
Estos policías están convencidos de merecer
una compensación sustantiva tras años
de estar fungiendo como guaruras de políticos
que se embolsaron todo o de acompañar,
proteger a las esposas de funcionarios
en sus compras en Masaryk o arriesgar
la vida. ¿Por qué habrían de limitarse ahora
que exigen algo para ellos?. La pregunta
es legítima, pero también es legítimo que
el resto nos preguntemos ¿Y si no se limitan
en su protesta qué hacemos?
Los movimiento llegan a la calle porque
no encuentran una vía dentro del sistema
para canalizar su exigencia. “Te pego
para que me escuches y te sientes a negociar”.
Sin embargo, el gobierno del cambio
ha dicho que está dispuesto a escuchar.
Por desgracia muchas de estas peticiones
habrán de desbordarlo, sea porque algunas
son exageradas, otras porque son instigadas
para desestabilizarlo o, la mayoría,
porque simple y sencillamente superan a
los recursos públicos. Pero esto último no le
importa al movimiento, por lo cual su planteamiento
se modifica: “te pego para dañarte
y obligarte a ceder”. Con lo cual transitamos
a una situación absurda si consideramos
la cantidad de reivindicaciones legítimas
y no legítimas que existen y el hecho
de que irá aumentando el daño que pueden
desencadenar para obtener lo que buscan.
Ciertamente la represión unilateral no es
una respuesta. Y justamente para que no sea
el último recurso, tendríamos que discutir
ahora y entre todos los derechos de las minorías
(potencialmente lo somos todos), los límites
aceptables e inaceptables al dañó que
puede infligirse a los demás, el derecho a expresar
la rabia provocada por la desesperación
pero también el derecho que gozan los
que sustentan otras rabias para no ser perjudicados
por todas y cada una de las reivindicaciones
pendientes. El gobierno tiene la responsabilidad
primaria, pero no es una tarea
que pueda dejársele en exclusiva porque eso
terminaría en una exigencia de mano dura
que a nadie conviene. Ahora es que tenemos
que encontrar, con respeto y responsabilidad
para con los desprotegidos y las víctimas de
la injusticia, los términos de una convivencia
que los reivindique sin desestabilizar en el
proceso la vida de todos.