Busque usted a un victorense y lo hallará en la central de autobuses de Guadalajara, en las lineas de Monterrey, en el centro de León Guanajuato, pidiendo un aventón en chihuahua, bajo la lluvia de San Luis Potosí, encima del metro o manejando en el segundo piso del periférico en la CDMX.
Pregunte aquí por un victorense, ¿usted de dónde es?, yo soy de Honduras, de Puebla, todos son de Padilla, de otras partes de la república, hasta que por fin lo encuentras, al victorense y no lo puedes creer, lo conseguiste. Y no eres tú, ni él, ni el alcalde, es una ilusión óptica que te hace pensar que existes.
Pero en Victoria sí hay victorenses de rancio abolengo, sin decir nombres para no agraviar ni herir susceptibilidades o mejor dicho para no desgarrar linajes ni estropear currículum vite de la sociedad victorense. Que Dios guarde.
Ellas, las viejononas de antes, tenían don de mando. Controlaban el espacio que tocaban con sus ojos. Y la voz gruesa, norteña hasta la médula, hacía temblar el círcundante mundo donde se movía. Y les sobraba. No le debían a nadie. Eran descendientes de Italianos, libaneses y españoles que dominaron ciertos sectores intelectuales con ensoñaciones artísticas, que explican los grandes teatros que se construyeron en Ciudad Victoria.
Con esa voz aguardentosa de las directoras de escuela uno se iba a dormir después del coscorrón. Dolido y arrepentido al mismo tempo, te sobabas una parte inexplorada del alma que ya ensayabas.
Los señores también altos, flacos y garrudos gerundios del trabajo, después se hicieron henequeneros y fundaron todas las colonias. La ciudad olía a desfibradora, a costales de henequén entre gramillas de las últimas gallinas que vimos en los patios.
Los escenarios cambiaron de acuerdo a las épocas, pero ya en despoblado la gente sigue mirándose a los ojos y lo demás no importa. En Ciudad Victoria todavía se hace cumplir el dicho de ciudad amable.
Un victorense le sonríe y luego va a ver su sonrisa, si se puede le toma fotos, quiere saber porqué se sonríe y hasta donde, a qué horas. Podría quedarse por horas, pedir que la denuncien y reunir cierta cantidad de personas en la esquina para ver el récord de la muchacha que no dejó de reír.
Así es de novedosa la raza. Buscan, se acercan a los hechos, filman y borran, no cabe duda en cada victorense hay un reportero encubierto.
Cuando uno ve a un victorense en otra ciudad, reconoce sus zapatos nuevos o viejos vistos por las calle. Descubres en él su paso por la montaña, sus madrugadas y las canciones cantadas bajando la loma. Más o menos sabes por dónde vive.
Los aficionados al futbol se toman muy a pecho los partidos afuera y adentro del estadio. Adentro quieren ver sangre, que se caiga el que vende la cheve, quieren que el árbitro marque un penalti, que pare la masacre, que reciba como en homenaje el saludo de la porra que lo saluda.
Afuera se madrean los aficionados al clásico. Muchos aficionados a mi no me engañan, antes de todo esto fueron boxeadores de tanteo. Uno pensaría que esos victorenses fueron rudos luchadores sin ficha, de no saber que trabajan en la tortillería, que hacen flautas de harina, que suben memes, que se duermen temprano y que a muchos de ellos los regaña su mamá todavía.
Si un victorense te ve y te saluda nunca te olvida. Y cuando lo ves por segunda ocasión te reconoce y uno se pregunta en dónde habré visto a este sujeto, hasta que te acercas y le preguntas. Y te lo confirma sin decirte nada. Se sabrá tu nombre y sabrá qué decirte en caso de que no lo sepa.
HASTA PRONTO