Nos acercamos al primer aniversario
del gobierno del cambio y muchas
cosas han cambiado y, paradójicamente,
a la vez muy pocas han cambiado.
Hay un mundo de distancia en el estilo
personal de gobernar entre la frivolidad
irresponsable de Enrique Peña Nieto
y la austeridad a veces franciscana de Andrés
Manuel López Obrador. Sin embargo,
el hombre y la mujer de la calle difícilmente
han experimentado un cambio en materia
de bienestar social y económico, en acceso
a oportunidades o en la sensación de vulnerabilidad
ante la violencia en las calles.
Ciertamente para muchos ancianos y jóvenes
recibir un apoyo en metálico hace bastante
diferencia, pero en un país de 125 millones
de habitantes resulta insuficiente para
provocar la impresión de que vivimos en
otro régimen.
Y es que pese a las buenas intenciones y
el enorme desgaste físico del presidente un
gobierno puede hacer una diferencia sustancial
si la economía se encuentra estancada
y el empleo no está creciendo.
Está claro que con el “me canso ganso”
no va a alcanzar. Habría que insistir que todo
el sistema que preside el gobierno de la
república apenas representa el 25% del producto
interno bruto de la nación. El resto
lo genera la iniciativa privada, la economía
informal, los comercios, las remesas de los
emigrados, el turismo, los ingresos por drogas
y un largo etcétera. Las políticas públicas
pueden matizar la acción de los otros,
pero no hay manera de activar una economía
si los grandes, medianos y pequeños
empresarios, comerciantes, banqueros,
agricultores tienen miedo a los tiempos y se
guarecen para esperar momentos mejores.
Antes, en otra realidad que quizá nunca
existió, el Estado podía hacer la diferencia.
Hoy, que vivimos en un mundo de interdependencias
y en el cual las leyes del mercado
interno y externo se vuelven implacables,
el margen de acción del presidente es
infinitamente menor. López Obrador puede
reorientar partes del presupuesto; pero
siendo realistas su impacto como herramienta
para redistribuir la riqueza es muy
limitado: la mayor parte del gasto público
está comprometido en obligaciones de deuda,
pensiones y pago de la burocracia, y el
grueso de esta forma parte de las filas de
la clase media baja. Quitarle recursos a un
maestro o a un empleado federal para dárselo
a un campesino, incluso si se pudiera
en términos políticos, equivale a destapar
un hueco para cubrir otro.
Es un alivio saber que el gobierno de la
4T está taponando las salidas absurdas de
moches, gastos suntuarios y corruptelas de
los de arriba, pero los ahorros así logrados
son meras gotas frente a la difícil tarea de
hacer reverdecer la pradera.
Los secretarios, subsecretarios y titulares
de dependencias se despachaban con la
cuchara grande pero se trataba de un millar
de individuos; de allí no sale para financiar
el combate a la pobreza. En realidad
no saldría de ningún lado, salvo de un crecimiento
con una mejor distribución. López
Obrador está haciendo esfuerzos denodados
para conseguir esa mejor distribución;
el problema es que sin crecimiento no hay
distribución que luzca.
Tener la razón moral o encabezar las
causas justas no basta. En ocasiones parecería
que el presidente está empeñado en
demostrar que él hizo el esfuerzo, que la legitimidad
social y política estaba de su lado,
que sus adversarios no fueron solidarios
y no abandonaron su mezquindad. En tal
caso quizá AMLO se vaya a su casa con la
frente en alto dentro de cinco años, niveles
de aprobación elevados pero ningún cambio
significativo en la vida de los ciudadanos,
salvo en términos discursivos. Los radicales
se irán más furiosos de lo que entraron,
convencidos de que si no se pudo fue
por la perfidia de los conservadores. Pero
más allá de quién haya tenido la culpa,
lo cierto es que sería una lastimosa derrota
de la esperanza; una oportunidad histórica
perdida.
El verdadero reto del estadista no es demostrar
que se tiene la razón y los otros están
equivocados sino encontrar la forma de
que los actores que pueden cambiar la realidad
participen de sus razones, las compartan
y las impulsen. Pero eso no se conseguirá
mientras se siga hablando de adversarios
mezquinos o de oposición derrotada.
No se trata de doblar las rodillas frente
al 30% que no lo apoya (porción importante
de los que tienen los recursos y dan empleo
directo o indirecto a buena parte del
otro 70%); se trata de convencer a todos de
que dejen de que dejen atrás la atonía, de
que pese a las diferencias es posible construir
un clima de confianza mutua y de que
e factible mejorar la situación de las mayorías
para provecho de todos.
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