He conversado con esos que les llaman viejos, esos que los ve uno de lejos y de pronto ya andan con uno, pegados. Con los más viejitos de Victoria. Con los que tienen más años pisando y hablándole a una calle. Con los que de repente se detienen a contemplar la ciudad y a tomar aire antes de subir las escaleras de la Horacio Terán.
Los conozco porque desde niño me he juntado con ellos. Primero les hacía mandados a las tiendas y yo iba corriendo, después iba caminando y luego por ir viendo el celular pues no iba atendiendo nada tampoco, olvidaba lo que me habían encargado y por eso se enojó el viejo. Yo era un niño malo en ese tiempo, hace dos años.
De los más “rucos” que andan en el centro podría decir que a todos los conozco, sé a quienes les ha entrado el diablo y luego ya viejos se compusieron, si algo se aprende de viejo es a ser tranquilo, a veces nomás eso. Pero con eso les basta algunos para durar otros años. Uno bromea con ellos. Cuando se juntan los viejitos lo esperan para botanearse de uno que llega al último. Todos con sus historias de éxito y sus 200 novias que tuvieron en los sueños.
Hablar de ellos es ya aparcarlos, discriminarlos del camino, pues van igual que uno. Uno como tan poco se mueve. Y si vamos, ¿a dónde iremos? Nadie va más allá de sus propios pies, estamos tan pegados al cuerpo. Y sin embargo los más grandes van, vaya o no vaya nadie con ellos.
Habrá siempre ancianos en la necesidad de compañía porque los dejaron de llevar y de traer. Porque no es fácil moverse sin carro bajo una tormenta. Sin bicicleta o a pie. Y cada vez es más fuerte la necesidad de aire y son más lentos los pies.
Pero son más los soldados valientes en la madre de todas las batallas. Los viejos se levantan temprano para asegurarse de que ahí andan. Se asoman a la vida y tratan de aclarar la mirada, se limpian las lagañas, hacen un esfuerzo cada vez más enorme y se levantan. Van y suben a la bandera. A los últimos no los vi que bajaran. No se crea señora, hace rato bajaron.
Los he visto enojarse, quebrar moldes de barro, mirarse entre ellos, acariciar las imágenes del pasado adivinando el pensamiento de otro viejo peor que ellos. Les vi llorar, mentirse descaradamente, reír a carcajadas, batallar para leer, morir y resucitar al día siguiente en la banca, decirse sus verdades, burlarse uno del otros en la plaza San Marcos, en la plaza Hidalgo, en las escaleras del mercado donde se reúnen.
Los he visto reír a escondidas como si estuviesen adentro del espejo. Sacar dinero de un botín celosamente guardado en un pañuelo, unas cuántas monedas y dárselas al ahijado y al nieto que le hablan nada más para eso. Y qué bueno.
Los he visto ponerse al brinco, hacer como que van a pelear como si fuera cierto, ponerse en guardia y caer. Caer porque no fue antes la pelea, porque el golpe no fue hace muchos años, y es más, se cayó sin que nadie le pegara.
Los viejos son un disco interminable, un long play, un destacado pergamino de la legión extranjera recortado de un libro de historia, un balero, dos trompos zangarrutos, un cable de cobre, nadie sabe para qué es y desde luego ni un cinco en la bolsa.
Por eso el viejo sale y lo andan buscando alrededor de la casa. No se asusten, está en el baño, ¿pues qué les pasa?
Me siento con los viejos en la banqueta. En las paredes de la sombra nos recargamos en las estaciones de sus recuerdos. Sus olvidos graciosos son razones y contrapesos con un ligero temblor de labios.
Camino despacio con el viejo, cruzo la calle a su lado. Me lleva y no lo llevo, busco sus pasos de anciano porque a ese puerto me dirijo, a donde va él con mi silencio y con el orgullo muy propio, sano y salvo.
HASTA PRONTO