No recuerdo así a vuelo de pájaro- al momento que escribo esto- cuál fue la última gallina que vi. Es muy difícil preguntármelo. A quién se le ocurre tanto. A mi. La última gallina que vi fue en un video y tal vez en alguna parte del año pasado, aunque pueden ser más años.
Aquí cerca de la ciudad hay gallinas de todos colores, pero estás tan inducido por la misma ciudad, que no es gratis que alguien ocurrente como yo desde una teclado te convoque a recordarlas. Siendo hoy por hoy cacaraquear un huevo el más antiguo oficio del mundo y del gobierno mismo.
No sé si a usted le interese saber cuándo fue la última vez que vio una gallina o sólo ha consumido sus huevos estrellados. Cuándo sería por ejemplo la última vez que vio una gallina ponedora detrás de una ventana empañada por la mañana. O correteándola, Y la primera vez que la vio y su madre les dijo mira mijo, mija, esa es una gallina, la que pone los huevos que nos comemos.
O te habrán dicho gallina alguna vez en la vida y respondiste o le dijeron a otro y por metiche te partieron el hocico. A lo mejor vives con el hocico partido. A lo mejor un día de niño fuiste al fondo del patio y las descubriste poniendo un huevo. Hay un silencio previo al de poner un huevo que pesa más que el ruido.
Ahora ya de grande lo has contado como un cuento que te contó un amigo. A lo mejor ni niño fuiste, ni te dijeron nada, tú solito comprobaste que las gallinas son inofensivas porque se parecen a las tortolitas.
O fuiste gallina entre muchas gallinas a quienes un maestro les dijo gallinas porque perdieron el único partido que has jugado, cuando faltaban muchos partidos igualmente perdidos, mientras el gallo hacía buenas en una esquina de la lotería.
Ya no puedes equiparar a las gallinas con las mujeres porque las gallinas no existen. Las mujeres ahí andan, tambaleándose porque quieren. Las gallinas duermen en la rama de un árbol y las cuida un coyote. Pero hace mucho que no veo una cuando está oscureciendo y suben escaleras, trepan por una rama imaginaria de manguera y se duermen encima de una barda. Nunca miran para abajo.
Son gallinas urbanas. Usted disculpe si yo las imaginé y nunca existieron, si sólo las soñé y ustedes qué van a saber de mis sueños. Hace poco andaba un coyote solitario por las calles de Victoria ¿A quién andaría buscando?
Las pocas gallinas que hay son aristócratas. Muy consentidas y muy retratadas. Sus gallos “mafufones” son eternos y cantan en los relojes, aparecen en portadas, y sus hijos desnudos son los protagonistas más importantes de un mole a mediodía o de una fría ensalada.
Antes de eso, la especulación hace a la gallina corredora. El miedo no anda en burro y la gallina ha visto morir a todas sus hermanas en la antesala de una cocina. Qué otra cosa podría pasar con ella y con cuánta razón es que corre.
Sino es que un buen día, cualquiera sin decir preferencias, se cumple la profecía, sujetan a la gallina de marras, la más alegadora, y le tuercen el pescuezo. Luego de dos saltos inesperados, cae hecha queso. Y hay que meterla al agua caliente para quitarle las plumas para unos tamales más tarde.
Esa era una gallina que instantes antes de morir se te quedó viendo. Ahora que abres la boca y va para adentro, el pedazo de pollo hace bien en no cacaraquear, en no cantar adentro de la panza.
HASTA PRONTO